viernes, 10 de mayo de 2019

Edulcorante

Como cualquier mañana libre, los tres pequeños discutían a los gritos, el motivo siempre era irrelevante, al final se trataba de quién podía más, quién se imponía o lograba hacer que los otros dos salieran regañados valiéndose incluso de mentiras para lograrlo.

—¡Otra vez ustedes! ¿No pueden comportarse? —dijo la madre, también a los gritos.
—Ellos empezaron —señaló el menor de ellos.
—¡No es cierto! —respondieron a coro los otros dos.
—Ya estense o me las van a pagar los tres, la siguiente no pregunto y agarro parejo. ¿Oyeron?
—Sí, mamá —dijeron al unísono, pero tan pronto como dio la vuelta comenzaron de nuevo los codazos.

Cinco minutos después la madre estaba de nuevo con ellos, armada con un cinturón y soltando golpes a diestra y siniestra. Pronto el episodio acabó con los tres niños llorando en un rincón y una madre exhausta. Era un sábado por la mañana, ese día esperaban al padre impacientemente pues había prometido llevarlos al centro comercial y a pesar de las amenazas de la madre de cancelar la salida, los niños sabían que era un hecho.
Ora gritos, ora empujones, ora risas escandalosas, ora alegatos; mamá se refugió en los chismes de momento traídos directamente a la palma de su mano por el servicio de mensajería instantánea. Decidió subir una historia también, «Voy a correr a la muchacha» escribió y agregó un emoticono llorando de risa, al pie de una foto de una tarja rebosante de trastos por lavar, llegaron las respuestas a la broma y por un rato se olvidó del hartazgo.

La tarde había avanzado un par de horas para cuando llegó el padre, los niños esperaban ansiosos, listos para salir tan pronto llegara de trabajar. Si bien él habría preferido descansar la tarde entera, la promesa estaba hecha y no les iba a fallar.

Emprendieron el camino. Al llegar al centro comercial recorrieron tiendas, compraron ropa, comieron y compraron helados.«Tarde en familia», escribió la madre en una popular red social, acompañando la publicación con la foto de sus tres hijos sonrientes; recibía comentarios de amigos y familiares, la lluvia de likes no tardó en llegar. Padre y madre iban tomados de la mano rodeados por tres inquietos, saltarines y risueños niños, mientras, la tarde moría dentro de la caja de cristal que era la plaza, la dorada luz que entraba sólo podía ser recibida como invitación a la prisa ante la proximidad de la noche. La última parada del grupo era el autoservicio.

Entraron, tachando poco a poco la lista previamente elaborada, cada niño eligió su cereal favorito y en una mirada rápida al carrito de la compra se adivinaba la complacencia de los padres hacia sus hijos. «Todo valía por mirarlos así de felices», pensaban.
De vuelta a la casa, en el auto, la discusión por querer viajar junto a la ventanilla, por abrir alguna golosina, por no querer compartir la propia, por el vocho amarillo que el otro no vio. La cercanía al hogar anunciaba el fin de la feliz salida. La cena contenía una buena dosis de azúcar, proveyendo a los pequeños de energía suficiente para continuar con el escándalo hasta terminar con la paciencia de sus padres, quienes pasadas las once de la noche lograron que al fin durmieran. El padre miraba el noticiero deportivo, la madre fastidiada terminaba de levantar la mesa, la pila de trastes sucios parecía no tener fin.

—Me voy a dormir —anunció ella.
—Ajá —apenas contestó él.
—Pensé que vendrías también —agregó ella con un gesto agrio.

Él bufó y apagó el televisor, la siguió a la recámara. Enfundados en sus respectivas prendas para dormir, ya dentro de la cama, él la abrazó desde atrás y comenzó a besarle el cuello, un codazo intentó reprimir su pasional embate, pero él no cedió, sujetó el brazo con suavidad e intentó besarla cerca de la boca.

—¡No! No tengo ganas, vamos a dormir —cuchicheó ella, molesta.
—¿Para esto querías que viniera al cuarto también?
—¡Claro! Como no sabes lo que es pasar el día entero con los niños, tratar de que se comporten y dedicar tu tiempo al aseo que nunca dura. Estoy cansada, sólo quiero dormir.
—¡Pfff! Mejor me hubiera quedado en el sillón.

Ella se envolvió en las mantas y le dio la espalda de nuevo para no seguir con la discusión. Él, irritado, se sentó en el borde de la cama, tomó su teléfono y los audífonos, sería otra noche de porno.

—Eres un enfermo —pero su acusación fue opacada por los gemidos de una rubia sometida por una pelirroja.

A la mañana siguiente el ruido proveniente del televisor fue lo que los despertó. La sala había sido transformada en un campo de batalla con almohadas, juguetes y mantas regados por aquí y por allá. La madre los amenazó para que pusieran todo en orden antes de empezar a preparar el desayuno. Mientras los niños esperaban sentados a la mesa, el padre ya se había hecho con una cerveza del refrigerador y buscaba alguno de los tantos partidos de fútbol, como cada domingo. Para cuando papá se unió al resto de la familia, la madre estaba bastante enojada por su actitud, sin embargo no dijo nada. Al término del desayuno, mamá asignó las labores. Por un par de horas el ruido de la casa parecía más bien el chirrido de una máquina que está por colapsar. Finalmente la madre se rindió, encontró en los dispositivos electrónicos la mejor estrategia para que los niños se mantuvieran callados y en un solo lugar.

—¿Qué vamos a comer hoy? —preguntó el padre a su esposa mientras ella daba los toques finales al aseo del hogar.
—No sé, la verdad ya estoy muy cansada —respondió.

Él sólo movió lentamente la cabeza en un gesto en el que no se podía diferenciar si era decepción o apoyo.

Un rato después salieron en el coche, tardaron poco y volvieron con comida. Encendieron la televisión de la sala, estratégicamente instalada para ser visible desde el comedor. Afuera hacía un clima espléndido, la luz que entraba por la ventana daba vida a la escena: mantel a cuadros rojos y blancos, reían mientras comían pollo frito y bebían refresco de cola. En ese momento bien podrían haber sido la familia feliz de alguna campaña comercial.