sábado, 29 de abril de 2023

Danzón


—¡Qué guapo que estás hoy, Fermín!

—Tengo que tratar de estar a la altura, pero ni de lejos podría verme tan bien como tú, María —le dije y era verdad. 

Cuando estaba sentada frente al tocador, dando los últimos toques a su peinado con las manos, mientras se ponía los aretes de perla a juego con el collar, cuando untaba una capa de carmín sobre sus labios y con la misma barra daba color a sus mejillas, el brillo en sus ojos todo el tiempo hablaba de la emoción que le daba volver a bailar. Claro que se veía hermosa, como si el tiempo nunca hubiera pasado. Y yo, con todas mis fuerzas deseaba que ese momento durara por la eternidad. 

Se puso de pie y le ofrecí mi brazo y sin prisa caminamos hasta el salón, cuando entramos la orquesta empezaba a tocar «Presentimiento». Tomamos asiento, María se moría de ganas porque ocupáramos un lugar en la pista. Al terminar la orquesta hizo un breve silencio para que las parejas volvieran a su lugar o bien, se acercaran a bailar.  «Juárez» empezó a sonar.

—¿Te acuerdas? 

—Siempre.

—Este fue el primer danzón que...

—Que bailamos juntos —terminé la frase y la besé en la frente. 

Bailamos un par de piezas más, comenzaba a sonar «Juan de Celia».

—Hace tantos años, cómo pasa el tiempo, Fermín. Nuestros niños se han hecho mayores —descansó su cabeza contra mi pecho y mi mano envolvió la suya —. Maru ya se recibió de enfermera y se va a Guadalajara. Manuel hace dos años que se casó. Nos estamos quedando solitos. 

—No pienses en eso, mujer. A Maru le irá muy bien, seguro y conocerá a un buen hombre, ya verás. Un hombre que la quiera y la cuide, para quien sea su tesoro y tendrán hijos. 

—Manuel ya es papá. 

—Y tendrá un par de hijos más, verás como esos chiquillos serán tu adoración. Vendrán a pasar navidades y no tendrás tiempo para penas ni tristezas. Ya verás.  

—Hablas como si conocieras el futuro, Fermín. Siempre me da tranquilidad cuando me hablas de lo que vendrá. ¡Te quiero tanto! Prométeme que aunque nos hagamos muy, muy viejos seguiremos viniendo a bailar, tú sabes cuánto me gusta. 

—Lo sé, María —suspiré—, me lo has dicho más veces de las que podría contar. 

—¡Promételo!

—Te lo prometo.

Era verdad, había perdido la cuenta de las veces que me habló de su gusto por el baile, especialmente por el danzón, en todas y cada una de ellas le prometí que seguiríamos bailando siempre  y cada vez que se lo prometía me sentía un mentiroso y un poco de culpa me oprimía el corazón.  

—¿Pero qué tienes, Fermín? Estás llorando. 

—No es nada, María, me dio sentimiento pensar en Maru. 

Siempre que hablaba de Maru se me hacía un nudo en la garganta. A veces me daban ganas de no volver a bailar, pero no quería romper su corazón. Era su momento de luz y yo quería aprovechar cada destello que de ella surgiera y guardarlo para siempre en mi alma. 

Pasó su mano por mi cara para enjugar la lágrima que se me había escapado. Súbitamente dejó de bailar y sus ojos se llenaron de lágrimas al mirarme detenidamente. 

—Pablo —murmuró llevándose la mano a la boca.

Sentí cómo la fuerza para manterse en pie le faltó de pronto y la ayudé a sentarse.

—¡Maru! ¡Maru, mi niña! ¡Maru! —repetía entre sollozos—. Pablito, mi amor, se nos ha muerto tu mamacita, mi hija se murió —se cubrió la cara con las manos llorando desconsolada. 

—Tranquila, abue, estoy contigo —le dije, conteniendo mi propio llanto. 

Mi madre había muerto cuando yo aún era un adolescente y Fermín, mi abuelo, dos años después. Entonces mi abuela comenzó a perder la lucidez.

A veces se refugiaba en los recuerdos de cuando ella y mi abuelo salían a bailar, despertaba pensando que era sábado y se alistaba para ir al salón. El cuerpo parecía pesarle menos, hasta las arrugas parecían desvanecerse. Buscaba su mejor vestido y sus zapatos de tacón cubano, se miraba en el espejo cuidando cada detalle, buscando la perfección en su arreglo. Casi nunca duraba mucho, siempre había algún detalle fuera de lugar que inevitablemente rompía el hechizo y la traía de vuelta. Yo no sabía cómo consolarla. A veces pasaba largo rato llorando la pérdida de su hija y de su esposo y le dolía tanto como si acabaran de morir. En cierta forma cada vez que recordaba los volvía a perder y  yo no podía hacer nada más que acompañarla. 

Por un momento dejó de llorar. Levantó la vista y secó sus lágrimas. 

—Fermín, vamos a bailar —dijo, pero no me miraba.

Extendió los brazos y mientras sonaba «¿Dónde estás corazón?» sonrió por última vez.