sábado, 26 de enero de 2019

Antonio

El largo viaje a casa tomaría dos horas al menos, empezaba a ser desgastante dedicar cuatro horas de su día al traslado de su casa al trabajo y de vuelta. Cualquier día lo sacaban de quicio y entonces sí, se iría; mientras no podía darse el lujo de dejar el empleo. Ponía sus esperanzas en el parque industrial que el nuevo gobierno prometió, sólo por eso votó por ellos.

Afuera de la empresa varios compañeros reunidos se ponían de acuerdo para ir a tomar cerveza a una cantina cercana «viernes social, al fin y al cabo» pensó Antonio. Estaba realmente cansado, pero no era el cansancio del diario, no eran las jornadas acumuladas; era venir desempeñando un puesto que nunca quiso tomar, pero la situación le orilló. Telemarketing, ni pensar que de joven parecía el trabajo soñado, a últimas uno de los menos peores.

Caminó hacia el metro con las manos en los bolsillos de la chamarra, el invierno todavía daba pelea algunos días. Media cuadra antes de llegar a la estación el aroma de la fritanga lo recibió, había para todos los gustos. Para los antojos dulces: plátano macho frito, cubierto con leche condensada y mermelada; para los salados: papas fritas o a la francesa. Había puestos de hamburguesas, tacos y variados alimentos; su estómago reclamaba algo para sí, pero a esas alturas de la quincena todo gasto debía meditarse dos veces. Unas papas -al precio de un taco- controlarían bien el hambre hasta llegar a casa

Entró al metro y decidió quedarse en el andén hasta terminar su botana, el metro a esas horas siempre iba abarrotado. Miró el otro andén y sintió envidia de aquellos que a la misma hora que él viajaban en sentido opuesto. Tras terminar sus papas guardó la basura en el bolsillo lateral de la mochila, «hoy sí tiro la basura» pensó al recordar que ya estaba muy lleno. Se puso los audífonos, preparándose para el viaje y no de muy buena gana abordó un tren que todavía escupía gente.

Muchas estaciones después, una distorsionada voz anunciaba el arribo a la terminal solicitando a todos los pasajeros descender del tren por su seguridad. No había parte fácil del trayecto. El camión que lo dejaba cerca de su casa, a pesar de tomarlo en la terminal del metro e ir cómodamente sentado, era la parte que menos le gustaba; a veces la música alta, otras mal iluminados, otras con pésimos conductores, las más todo junto. Sin dejar de mencionar el constante riesgo de un asalto.

Alcanzó lugar junto a la ventanilla, casi hasta adelante. En realidad prefería viajar adelante que atrás, porque el sangoloteo se sentía menos y eso daba oportunidad a leer al menos un poco. en la fila del lado derecho había una señora mayor que lo miraba con insistencia. Comprobó en el vidrio de la unidad por si acaso tuviera una mancha de salsa en la cara y no lo hubiera notado, pero nada, sólo el mismo sujeto treintañero y ojeroso. Afuera el alumbrado público, deficiente en muchos tramos, resultaba mejor que la iluminación del camión; las luces rojas y la música de la Santanera le conferían un aire de cabaret móvil. Imposible leer así, impensable tratar de escuchar música. Serían unos largos cuarenta minutos, si todo iba bien. Los bloqueos en la carretera volvían a estar de moda, rogó por que no fuera un día de esos.

El chofer parecía transitar las avenidas a la misma velocidad con la que recorrería la espalda de la compañera de baile en una de las piezas que sonaban. De mala gana, Antonio cruzó los brazos y se acomodó en el asiento, mientras notaba la mirada de la mujer cada tanto hacia él. No la conocía, nunca la había visto, de eso estaba seguro. Por un momento pensó en cambiarse de lugar, pero no había más que dos asientos disponibles, al lado suyo y de la mujer. ¡Maldita suerte!

Quizá no era tan descabellada la idea de moverse a su lado y con esta acción desalentar la conducta de la señora, pero ¿Y si resultaba peor? ¿Y si intentaba entablar plática con él? Ni hablar. Aquella mirada acusaba, reprochaba la evasión de un saludo, era intrigante. Sostener la mirada no servía para desanimarla, por el contrario parecía incentivar más su conducta. Se tocó el mentón una vez más, a lo mejor la barba que empezaba a crecer le daba pinta de vago, a lo mejor las ojeras, a lo mejor ese gesto permanentemente enfadado. Por momentos la cara de la mujer parecía estar a punto de iluminarse por la sorpresa de encontrar a alguien conocido luego de algún tiempo, por otros la certeza de ser evitada le hacía apretar la boca, quizá para contener alguna maldición.

Antonio no lograba entender, deseaba que el viaje terminara a la brevedad y poder llegar a casa para tumbarse en la cama. Decidió mirar a través de la ventanilla y concentrarse con todas sus fuerzas en lo que sea que afuera pasaba en lo que llegaba a su destino.

En un callejón la gente se aglomeraba alrededor de un puesto que vendía esquites, prometiendo no sólo disminuir el frío sino acabar con el antojo; más adelante una pareja parecía discutir, pero al mirar por el retrovisor alcanzó a ver cómo se fundían en un abrazo.
¡Carajo! Tan poco tráfico y avanzar tan despacio. En definitiva, un día le cansaría el trabajo, el trayecto, sus jefes y la gente que mira con insistencia, aunque en el fondo apostaba a la paciencia hasta que el parque industrial fuera una nueva fuente de empleos, mucho más cerca de su casa.

Respiró profundo, ya estaba tan cerca que podría caminar, quizá pasar a la tienda por algo para cenar. Después del tortuoso camino, lo merecía.

Justo donde descendió de la unidad había un auto estacionado, un hombre muy cansado, mayor por unos veinte años y la barba muy crecida, pero con sus facciones, le saludó desde el reflejo; en el camión una mujer no mayor de cuarenta le sonrió mientras le miraba fijamente, hasta perderse.

domingo, 20 de enero de 2019

Los habitantes del tiempo.

«Tic-tac, tic-tac» en cada rincón de la casa los relojes se desparraman, en la mesa del comedor, por la escalera, en las gavetas de la cocina.
«Cu-cú, cu-cú» en las recámaras y en la sala de lectura un sonoro «Ding-dong» saca a los habitantes de la casa de su ensueño.
Ellos, son los Habitantes del tiempo. No lo viven, lo habitan y trabajan con él como si de artesanos se tratara; cuando por fin logran darle la forma deseada lo encierran en un reloj. Los hay de muchas formas, tamaños y sonidos; de bolsillo, de pared, apretujados en los armarios monumentales relojes. Una vez por semana los Habitantes del tiempo son visitados por la bruja del Destino quien compra los relojes y paga con cabellos de oro.

—Estos cabellos son magníficos —dijo uno de ellos, moviendo hábil y velozmente los dedos—, estoy por terminar mi bufanda.
—No te olvides de hacerme unos guantes —dijo otro regordete y muy bajito.
—Ya trabajo en ello —respondió haciendo derroche de sus habilidades al trabajar simultáneamente los guantes y la bufanda.
—¡Bah! Si yo tuviera dos pares de brazos también lo estaría haciendo —respondió con pereza el pequeño —¿Qué hora es?
—¡La hora que tu quieras!

Estallaron en carcajadas, la vieja broma nunca les cansaba a pesar de llevar una eternidad haciéndola.

—Bueno, señorita —dijo el padre cerrando el libro— terminaremos la historia mañana, es hora de dormir.
—Pero yo quiero saber, ¿Llegó la bruja por los relojes?
—Ella es puntual y no falta a la cita, es la encargada de situar cada reloj en el mundo, cada uno es una vida. Ahora a dormir, por favor.

Arropó a la pequeña y acarició sus oscuros cabellos antes de salir.
Sentado en la sala, aún con el libro entre las manos, recordaba cuando su padre le contaba esa misma historia, la sabía de memoria y, sin embargo, prefería recurrir al libro cada vez que la contaba.

Fue a la cocina, preparó una taza de café mientras encendía su máquina para continuar trabajando. Los tiempos no habían sido sencillos, primero perdió a su esposa a causa de una enfermedad que los médicos nunca supieron diagnosticar, meses después el corazón de su padre se detuvo también. Había puesto desde entonces todos sus esfuerzos en ser mejor padre aún, su pequeña Marina había sufrido mucho; ahora ella se quedaba con una de sus vecinas mientras su él trabajaba. Laboraba horas extra y lo que saliera para cubrir sus gastos diarios y daba una ayuda a la vecina, aunque ésta insistía en que no era necesario.

En la pantalla aparecieron registros e interminables hojas de cálculo y con la jarra de café casi vacía empezaba a considerar si debía ir a descansar.

—Si tan sólo te hubieses quedado un poco más con nosotros —dijo al tiempo que un suspiro se le escapaba.

Se dejó caer pesadamente en la silla, recargando la cabeza en el respaldo. Comenzaba a soñar con su esposa, con la bruja del destino y con un trato para alargar su vida.
Las campanadas en la sala lo despertaron, era media noche ya, terminaría el trabajo al siguiente día. Apagó la cafetera, la computadora y la luz de la cocina. Antes de ir a su cuarto, miró el pesado reloj de péndulo que era la figura central de su sala y herencia de su padre.

—”Cada reloj es una vida” —recitó las líneas del cuento y tocó el reloj como quien palmea el hombro de un amigo —. Buenas noches, papá.

domingo, 13 de enero de 2019

Historia de un café cualquiera

Nos vimos por primera vez en un café cerca de donde trabajabamos, él era empleado de una librería, yo en una florería.
Él pidió un americano y una dona, yo un moka y una rebanada de pastel de chocolate.

«Si comes eso no podrás dormir en toda la noche» dijo una voz joven, en tono burlón, a mi espalda. Me giré para ver y me encontré con él, vestía el uniforme de la librería, lo había visto un par de veces en mis visitas a aquel establecimiento. Fue grato encontrarlo ahí y por un momento sentí una extraña emoción.

—¿Y a usted le preocupa? —repliqué fingiendo indignación.
—No, bueno… sí... digo, es bastante azúcar y terminarás hiperactiva.
—¿Y siempre va por la vida juzgando los hábitos alimenticios de los demás? Además de tutearlos, claro está.

Una leve rubor cubrió sus mejillas y bajó la mirada un momento, con eso yo daba por ganada la batalla.

—No, es sólo que la he visto cuando visita la librería, sólo quise saludarla. Disculpe haberla importunado —su actitud fue la de niño regañado y me conmovió un poco, sin embargo guardé silencio y volví mi café.

Sentí un poco de remordimiento luego de unos minutos, el silencio de pronto me pareció abrumador, él seguía en la mesa de atrás y no había hecho mayor intento por seguir hablando conmigo. Me puse de pie y me acerqué a él.

—¿Puedo usar el lugar desocupado en la mesa?
—Si usted gusta, no tengo inconveniente —dijo apenas levantando la mirada de la taza de café.
—Quizá fui demasiado seria, a veces se le acercan a una no con las mejores intenciones, lo siento. Soy Olga —dije al tiempo de extender la mano.
—Lo entiendo, soy Irving —respondió estrechando mi mano.

Charlamos largo rato, él vivía cerca en un pequeño cuarto, porque venía del sur de la ciudad, al final resultó más cómodo y económico alquilar un cuarto. Yo vivía con mi familia, aunque tenía tiempo planteándome la idea de vivir sola. Él parecía disfrutarlo bastante.

—¿Hace mucho que trabaja en la florería?
—Dos años, más o menos. Por cierto, no es necesario que me sigas hablando de usted.
—Antes iba seguido, compraba flores para mi mamá cada dos semanas, que es cuando iba a verla.
—¿Y ya no la visitas?
—No, ella murió hace tiempo. Visito a mi familia con regularidad pero desde que ella murió la familia se ha distanciado  —se subió los anteojos y trató de aliviar la tensión del momento—.Bueno, supongo que en todas las familias pasa, ¿No?
—Es lamentable, pero cierto.

Su sonrisa a partir de ese momento se vio ensombrecida. No quise preguntar más por no parecer impertinente. Cerca de las ocho nos despedimos, él insistía en acompañarme al metro pero le dije que estaría bien.

Llegué a mi casa y no dejé de pensar en el chico de la librería.
Yo sólo iba al café los viernes al terminar mi jornada, era un ritual para mí y por lo que pude notar en las semanas siguientes también para él.
La charla giraba en torno al trabajo y la rutina, nos íbamos conociendo poco a poco y eso me gustaba.

—Ya no voy a trabajar en la librería, hoy fue mi último día —me soltó sin preámbulo la penúltima vez que nos vimos en el café.
—¿Tienes un nuevo empleo?
—Sí, aunque ya no vendré a este café tan seguido; mi nuevo trabajo es en una oficina pero queda a casi hora y media de aquí. Es mucho tiempo, pero el sueldo lo vale.
—Ya veo, no debes dejar pasar la oportunidad —dije sintiendo tristeza, me había habituado a su compañía para empezar mi fin de semana.
—Pero no pasa nada, ¿Eh? Creo que podemos quedar para vernos el próximo sábado. ¿Qué te parece?
—Muy bien, sí, deberíamos vernos.

El viernes siguiente no fui al café, no estaba muy segura de cómo enfrentaría al silencio nuevamente, en poco tiempo las risas compartidas y esa complicidad que habíamos desarrollado se habían vuelto importantes para mí. Pensé que vernos en otro lugar sería bueno, hablar de otros temas. Por más que esperé no llegó su mensaje para vernos el sábado. La siguiente ocasión que lo viera tenía que decirle: lo quería, lo extrañaba, de a poco había logrado hacerse un lugar en mi corazón, me había enamorado de él.

Nos escribíamos poco, a pesar de tener nuestros números siempre preferimos esperar hasta vernos de frente para platicar. El miércoles de la tercera semana a su cambio de empleo llegó el ansiado mensaje «Te veo el viernes en el café, tengo algo importante que decirte.»
No podía con tanta emoción, lo extrañaba y por fin volvería a verlo.
Ese viernes llegué a la hora de siempre al café. Él demoró un poco más; me envió varios mensajes diciendo que el transporte era un caos y lamentaba el retraso, yo sólo podía decirle que no se preocupara. Mi corazón se aceleró cuando por fin estuvo ahí, era el mismo pero algo había de distinto en él, «quizá el trabajo» pensé.
Reímos mucho rato, parecía que llevábamos meses sin saber uno del otro. Cuando comenzaba a hacerse tarde decidí hablar con él y confesarle lo que sentía, pero recordaba que él también tenía algo que decirme, así que quise escucharlo primero.

—Me habías dicho que tenías algo importante que decirme. ¿Y bien?
—¡Claro! No podría olvidarlo. Este poco tiempo han cambiado tantas cosas, apenas una semana fue suficiente para darme cuenta que estaba perdidamente enamorado, todo pasó tan rápido. Por favor, no te rías de lo que voy a decir, sé que es una locura. Hay alguien en mi vida, se llama Mariana y la conocí en el trabajo, ¡Me quiero casar con ella!

—Ah, me… me sorprende mucho, no… no esperaba esa noticia —dije y creo que no pude ocultar mi decepción.
—Pero, ¡Alégrate un poco por mí! —borró enseguida su sonrisa— ¿Te sientes bien? Estás un poco pálida.
—Sí, sí, estoy bien. Hoy fue un día muy pesado, tenemos un evento grande en puerta y me la he pasado entre cotizaciones, llamadas a proveedores y demás, ya te imaginarás. Pero, estoy muy feliz por ti, ¿Ya tienen la fecha para la boda?
—Todavía no, ella está entusiasmada aunque cree que es pronto. Te lo cuento porque te aprecio mucho, en cuanto tenga fecha te voy a avisar porque no quiero que faltes.

El metro quedaba a pocas cuadras de ahí, pero nunca dejaba que me acompañara, quizá por eso fue que nunca pensó que podía haber algo entre nosotros. Ese día, sin embargo, lo dejé. Lo abracé como si nunca más fuera a verlo y entré al metro llevando mi desilusión. Quizá no volvería a verlo.

domingo, 6 de enero de 2019

Todos los niños saben volar

Se estira y levanta el vuelo, bajo los cálidos rayos de sol y sus brazos se vuelven alas.
Abajo su madre tendiendo la ropa le saluda con la mano. Él puede mirar cómo sonríe orgullosa mientras admira sus majestuosas alas verdes, azules y amarillas e intenta llegar sólo un poco más alto para que su madre se sienta muy orgullosa.
Siente el viento bajo sus alas y más allá alcanza a ver como el gris de la urbanización se va transformando en verde, un verde que trepa por los cerros y cubre hasta donde la vista alcanza. Sigue volando, vuelve a mirar sus alrededores y se distrae mirando una ternera pastando junto a su madre. Dos parcelas más adelante hay gente cosechando maíz mientras un par de niños corren por el sembradío y un cachorro negro les hace compañía.
¡El río! Es todo destellos en ese momento, respira hondo, muy hondo, aguanta la respiración y se imagina que está nadando en el río. Un día irá allá para jugar con los peces. Le gusta mucho el río con sus casitas a la orilla, todas de colores brillantes como si trataran de competir con el río por llamar la atención. También quiere seguir el río y saber si llega al mar, su mamá le ha dicho que no, que llega a una presa que está más allá de los cerros, pero nunca la ha visto.

-¡Beto, ven a comer! -Grita su madre.
-¡Ya voy! -grita con todas sus fuerzas y espera que su voz haya sido suficientemente fuerte para que desde tan alto lograra escucharlo.

Respira hondo y se concentra, no quiere hacer esperar a su mamá. De nuevo los cerros se alejan, el río se aleja, las parcelas se alejan, los niños que lo han visto surcando el cielo le dicen adiós. Se concentra, con cuidado desciende y sus hermosas alas azules, verdes y amarillas vuelven a ser brazos, vuelve a ser niño. Entra rápidamente a su casa, se lava las manos y se sienta a la mesa.

-Llegas justo a tiempo para la sopa -le dice su madre y le acaricia con cariño la cabeza.
-Siempre me dejas ganar -dice él, con una sonrisa.

Entre los dos es una especie de juego los días que él decide salir a volar, su madre lo llama y lo presiona para que baje a comer pero nunca sirve la sopa antes de que él llegue a su lugar.

-Hoy vi a una vaca con su hijita.
-¿De verdad?
-Sí, son muy bonitas las vacas, estaban ahí tranquilitas comiendo pasto, creo que ni siquiera me vieron pasar. ¿A qué sabe el pasto, ‘má? ¿Un día me das pasto?

Su madre no contiene la carcajada.

-Claro que no mi vida.
-¡Pero yo quiero probar!
-La gente no come pasto.
-¡Anda! Que tal que nos gusta, ¿Tú lo has probado? ¿Cómo sabes que no te gusta si no lo has probado? -al hacer esta última pregunta adopta la pose y tono de su madre, quien tranquilamente se levanta de la mesa y retira ambos platos para servir el arroz.
-’Má, ¿Lo has probado? -vuelve a cuestionar mientras ella deja su plato con arroz rojo, que es su favorito- ¿’Má?
-¿Sí?
-¿Lo has probado?
-Sí -contesta ella, dejando su propio plato.
-¿Y luego?
-¿Y luego? -repite ella acercándose a él- y luego resultó que sabe muuuuy feo -dice imitando a las vacas y haciéndole cosquillas a Beto al mismo tiempo -anda, que se enfría.
-¿Cuándo vamos a ir a la presa?
-Después.
-’Má, siempre dices que después. También quiero ir al río y nadar, bueno, aunque sea mojarme los pies.
-Lo sé, tal vez en un par de semanas vayamos al río. Por ahora, come por favor.
-¡Sí! -Contesta él emocionado -cuando termine de comer, ¿Puedo salir otro ratito?
-Sólo un rato más y ten cuidado, ya se está nublando.
-Sí, ‘má.

Se da prisa, no quiere perder la oportunidad de volar otro rato, y con suerte, ver el atardecer.

-Ten cuidado, por favor.
-Sí -dice él al salir.

El viento sopla con más fuerza, corre un poco para tomar impulso. Poco a poco levanta el vuelo, siente el viento de nuevo bajo sus alas. Quiere ir hacia el río, desde ahí se ven mejor los atardeceres, pero está muy nublado y piensa que tal vez no logre ver una puesta de sol hermosa, pero igual quiere intentar.

-No tarda en llover -dice para sí.

Desde donde está puede ver que las casas a la orilla del río han cerrado sus puertas, la gente se resguarda de la tormenta por venir.
El cielo está cada vez más oscuro, una nube cargada de agua flota sobre él muchos metros más arriba y amenaza con dejarse caer de un momento a otro.

-Tal vez debería volver -medita y en su distracción una ráfaga lo sacude -¡Ay, no! -grita y la caída es inminente.

Trata, sin éxito, de planear. Gira sin control y cae.
Las ramas de un árbol lo libran de caer al piso violentamente, más no ileso.

-Mamá -llama con voz titubeante al entrar a la casa.
-¡Ay, mi amor! -exclama ella al ver una de sus alas destrozadas -lo vamos a arreglar, todo estará bien -lo consuela ella.

-No te preocupes, ‘má. ¡La próxima semana quiero ser un dragón! -dice sonriente y deja el maltrecho papalote sobre la mesita en la sala -¿Puedo ver la tele un rato?