sábado, 11 de diciembre de 2010

Amor inmaduro.

Pasó un día en clase de matemáticas, mientras todo mundo estaba concentrado en el examen; de pronto los ojos de él se clavaron en aquel rostro dónde se conjugaban perfectamente una mejillas casi angélicas, unos labios de coral, unos ojos profundos como el cielo nocturno, casi negros. Ese cabello castaño, que si bien no se mostraba claro, tampoco era oscuro; lacio, caía delicadamente sobre los hombros. Aún cuando la blusa cubría el joven cuerpo, él logró imaginar el resto: casi podía saber cual era el tacto de esos hombros, de piel color caramelo, podía imaginarse mordiéndolos cual si fueran exóticos frutos, podía bajar un poco más, hasta respirar el perfume de su seno, podía imaginar el calor que desprendían los pechos al tomarlos suavemente, podía imaginarse rodeando ese talle... El estruendoso caer de una regla lo devolvió a la realidad, se sintió profundamente agradecido de no haberse movido de su lugar y de estar en examen, así nadie podría notar la manifestación física de su deseo, tratando de poner atención en sus ocupaciones nuevamente.

Ella, en tanto, notó como la miraba él, medio salón lo hubiera notado, a no ser por el examen. Él no sabía que la atracción era mutua y hoy ella se lo confesaría.
Sonó el timbre que anunciaba el fin de la clase. -Por favor: todos los exámenes en mi escritorio, nos vemos el lunes- fue la indicación.

Ella esperó, hasta que el salón estuvo casi vacío.

-Profesor: necesito hablar con usted.
-Claro que sí ¿en qué te puedo ayudar, Diana?

Ella sabía que aquella conversación sólo era para hacer tiempo, echó un vistazo rápidamente a su alrededor, en el salón sólo quedaban el profesor y ella.

-Te he visto mirarme- le dijo ella, sin rodeos- tú también me gustas.
-Diana, por favor, no digas tonterías- respondió él.
Se aproximó a él, le tomó una mano y la llevó hasta su pecho, al tiempo que se le acercaba para besarlo.
-No me digas que no te gusta esto...
Él la apartó de golpe.
-Señorita le suplico que se comporte- dijo él cambiando el tono de su voz- haga favor de retirarse- señaló la puerta severo.

Diana hizo un gesto de indignación y se fue.

Sergio se quedó solo en el salón de clases con el corazón a mil y la sangre hirviendo. No era ético, no era moral, estaba en contra de toda regla, pero las sensaciones eran más fuertes que él.
Fue un fin de semana tormentoso. La imagen de ella, apenas mujer, volvía a él una y otra vez, esa sonrisa insinuante, el beso, sus pechos, su voz... ¡NO! ¡no! ¡no! todo eso estaba mal, tenía que sacarla de su cabeza, se estaba volviendo loco.

Por fin la noche del domingo pudo conciliar mejor el sueño, un poco de alcohol en la sangre siempre lo relajaba; no era un hábito, pero esta ocasión en verdad lo necesitaba. Aún así sus esfuerzos fueron en vano, pasadas las cuatro de la mañana se despertó. Totalmente consciente, con el deseo arraigado en lo más profundo de su ser, en poco tiempo tomó una determinación. Se hizo con papel y lápiz y redactó una carta para Diana. Bastaron unos minutos, parecía que las palabras ya esperaban por él. Luego de eso volvió a dormir en paz.

Lunes por la mañana; su clase era temprano. La impaciencia se apoderaba de él.
Llegó y la miró, su corazón saltaba dentro de su pecho, pero logró mantener la calma. Al final de la clase se aproximó al lugar de Diana y en un movimiento discreto dejó la carta encima de un libro. Diana guardó silencio, no mostró mayor expresión, era como si lo esperara o quizá no le importaba ya, eso no lo podía saber aún.

En Sergio los sentimientos eran encontrados: por un lado sabía la posibilidad de que ella lo rechazara, vagamente lo deseaba, pues sabía que de ese modo sería más fácil mantenerse dentro de las normas, sería asunto olvidado. Peor si tan sólo ella decidiera llegar más lejos... ese era su mayor deseo... El resto de la mañana transcurrió con cierta calma, aunque con dificultad, logró concentrarse en sus actividades.

Tomaba café en la sala de maestros, intentando despejar su mente, cuando sonó el celular, un número que no tenía registrado le dio una pista.

-Diga?
-Soy Diana, leí tu carta ¡sí! sí quiero que nos veamos y platicar- dejó en claro sus deseos, junto con un entusiasmo casi infantil al descubierto.

Llegó la hora señalada, Sergio esperaba ansioso. Diana llegó, la seguridad con la que se conducía, la hacía parecer mayor.

-Hola Sergio- dijo ella y rozó sus labios con los de él.
Sergio sintió ruborizarse, pero a pesar de sus deseos, la conciencia se hacía presente.
-Diana, escúchame: todo lo que dice la carta es verdad. Realmente me gustas y me encantaría intentar algo contigo...
-¿Pero?- interrumpió Diana
-Pero ¿Tú crees que es tan sencillo? No, Diana, pero creo que ya lo sabes.
-¿Qué estás dispuesto a hacer por mí?
A Sergio le pareció que la pregunta iba demasiado lejos y sin embargo estuvo a punto de responder un "todo"
-Diana, no se trata de eso, sabes que ante los ojos de cualquiera esto está mal.
-Querer es poder- dijo ella sonriendo, casi con malicia.
A Sergio le tenía fascinado la seguridad y la determinación que Diana mostraba. Impulsivamente sus labios se unieron en un beso que sellaba el pacto. Al separar sus rostros las miradas se encontraron.
-Me tengo que ir- dijo ella y sin más dio la vuelta y echó a andar.
-Espera...- dijo Sergio, sin hacer más por detenerla, se quedó sonriente, satisfecho viendo cómo se alejaba.
El parque fue testigo de un par de encuentros más.
-Diana
-Dime
-Sabes lo mucho que te quiero, quiero hacer algo especial por ti: acompáñame a mi casa.

Diana no dijo nada, sólo sonrió, aunque muy dentro de sí tenía miedo, siempre hacia todo cuanto podía por aparentar madurez.
Sergio interpretó esa sonrisa que lo enloquecía como un sí. Abordaron un taxi, él no vivía demasiado lejos, en menos de media hora habían llegado a casa de Sergio.
Alquilaba un departamento en una unidad habitacional. Departamentos pequeños, ideales para familias chicas, mejores aún para solteros.

-Pasa, por favor.
Diana examinó rápidamente aquel lugar, demasiado limpio para se hogar de un soltero, o él ya se anticipaba a su visita.
-¿Quieres agua?
-No, gracias, estoy bien. Que linda tu casa.
-Ah... gracias...
Diana tomó asiento en la pequeña sala, él fue a la cocina. Volvió con las manos vacías y se sentó junto a Diana. Encendió el televisor, sin fijarse demasiado en el canal. Tomó la mano de Diana.
-Diana...

Pero lo que hubiese intentado decir fue interrumpido por un beso, apenas supo cómo, cuando reaccionó estaban recostado en el sillón, él sobre ella.
Podía apreciar el rostro de ella sonrojado, pasaba la mano entre su suave cabello, acariciaba sus mejillas, sus labios. Ella al sentir el roce de los dedos sobre su boca se apresuró a besarlos, los succionaba ligeramente; esto a Sergio le excitaba demasiado, continuó besándola, lentamente fue llevando sus labios hacia el cuello, cerca de su oreja, logrando arrancar un suave gemido a la voz de Diana.
"¿Eres virgen?" Pensó en preguntar, pero sabía que podría acabar con el momento y decidió que al final eso no le importaba demasiado.
Colocó una de sus manos bajo la nuca de ella, para atraerla hacia él y besarla, su otra mano recorrió el joven cuerpo por encima de la ropa, muy despacio fue desabotonando la blusa escolar, hasta dejar al descubierto un sostén rosado que contenía los gráciles pechos. Sintió cómo su cuerpo reaccionaba de forma casi dolorosa ante ese estímulo y tenía una necesidad imperante de liberarse de sus prendas. Percibió un perfume, ligeramente dulce, del cuerpo de su amante. Con habilidad logró despojarla de la blusa y el sostén, en tanto ella hacía otro tanto para quitarle la camisa. Nuevamente sus labios se acercaron y en un beso se transmitieron sus ardorosos deseos. Él ahora deslizaba una mano por la tierna piel del muslo suave y cálido; la excitación en ella crecía al sentir esa mano ascendiendo por su pierna y colándose debajo de su falda.

"¡Soy virgen!" Diana ahogó el pensamiento abandonándose a las sensaciones. Lentamente ayudó a Sergio a quitar la falda del camino. Conforme las prendas eran menos el ansia aumentaba. El corazón de ella latía a más no poder, en gran medida por el miedo y otro tanto por la excitación. Al fin estuvieron desnudos y Sergio se apartó un momento para contemplar aquel cuerpo de gran belleza: los ojos entrecerrados, el pecho agitado, los senos duros y con los pezones erectos, la tenue linea que dibujaba su cintura, las caderas que delataban la mujer en la que se convertía, unas nalgas exquisitas y un maravilloso par de piernas.

Su cuerpo pedía un refugio suave y cálido, pero se contuvo. Acercando su cara a la de ella inició nuevamente una violenta sesión de besos, casi sin notarlo comenzó a recorrer su cuello, los hombros, fantasía que cumplía y de la cual obtenía un gratificante gemido; quería más, conseguir esos dulces sonidos era tanto como lograr bellas notas de un fino instrumento musical.
Besó los senos, mordisqueó los pezones, la mano de ella busco la suya y se entrelazó. Aquel gesto lo excitó aún más pues cada gemido era acompañado de un ligero apretón, delicadamente él guió su mano hasta hacer que ella tomara su palpitante dureza. Ella tímidamente comenzó a acariciarle, él siguió trazando indescifrables caminos con las manos y con la boca a través de la morena piel. Descendió hasta el vientre y comenzó a besarlo lentamente, ella por un momento se resistió adivinando lo que estaba a punto de suceder, nuevamente fue sacudida por un poco de miedo mezclado con pudor. Él a un ritmo casi vacilante avanzaba, se fue separando de ella poco a poco y muy despacio, acarició las piernas y lentamente se abrió paso hasta lograr respirar el perfume de su sexo; fascinado bebió el íntimo néctar de su amada, besó reconociendo sus delicadas formas, hasta que sus gemidos la delataron al alcanzar el clímax. Suavemente fue ascendiendo, volviendo sobre el camino de besos trazado, claramente logro distinguir en los gemidos una mezcla de dolor y placer al internarse en las tersuras inexploradas del cuerpo de su amada.

Un vaivén cadencioso marcó el ritmo de los gemidos, aumentando lentamente su intensidad hasta convertirse en embestidas salvajes que lograban robarle el aliento a ambos. El éxtasis llegó mientras entrelazaban sus manos de nuevo, ambos cual flores cubiertas de rocío.
Permanecieron recostados un rato, ella totalmente exhausta, pero sonriente. Sergio contemplaba el rostro de Diana, acariciaba sus cabellos.

-Diana, te quiero mucho, mucho- dijo mientras la abrazaba.

Ella se limitó a sonreír y se apretó contra él.

Habían pasado ya un par de semanas después de aquél encuentro, se veían en el parque y en ocasiones iban a casa de Sergio.

Algo no marchaba bien ese día, Diana comprobó con amargura la sospecha que surgiera días antes: estaba embarazada. "Todo está mal" Pensaba llena de angustia. Era presa de la desesperación, no sabía que hacer, por un lado sabía que le causaría un dolor terrible a su familia al revelarles lo sucedido, por otro estaría expuesta a un cruel juicio por parte de sus compañeros y por último estaba segura de que le acarrearía severos problemas a Sergio. "¿Qué hago? ¿A quién recurro?" fueron preguntas que todo el fin de semana le quitaron la calma. A ojos de su familia parecía estar cansada, quizá demasiado estrés y así era, pero ignoraban la verdadera causa. La noche del domingo no logró dormir considerando lo que podía o debía hacer, tenía que encontrar la solución. Al día siguiente de modo discreto le entregó una nota a Sergio citándolo en el parque como era habitual. Él llegó al lugar, ella ya le esperaba, pero no lo recibió con la sonrisa de siempre, lo recibió con el gesto endurecido.

-Ya no quiero verte más, el fin de semana conocí a un muchacho, de mi edad y me agrada- dijo ella sin rodeos.
-Pero, Diana...
-No digas nada- interrumpió- he tomado una decisión- dio media vuelta y caminó sin tan siquiera voltear.

Sergio apretó los puños al tiempo que se le escapaba una lágrima. Se fue sin lograr comprender lo que había pasado.

Diana había tomado una determinación: guardar el secreto y buscar la forma de liberarse del bastardo en sus entrañas. La cosa no pudo ser más fácil: en un mercado de los alrededores, una anciana, yerbera, casi con mirarla logro saber lo que la joven buscaba y presta le entregó un envoltorio al tiempo que le indicaba cómo debía usarlo.

A casi dos meses del día en que terminó su relación, Diana lucía cansada, quizá un poco triste, había palidecido y siempre estaba falta de apetito.

-Ya se me va a pasar ma' es que nos han dejado mucha tarea.
-¡Ay, m'ija!- la consolaba su madre acariciándole la cabeza.

Realmente las tardes las pasaba encerrada en su cuarto, jugueteando con el manojo de hierbas, llorando. Esa noche, estaba decidida, prepararía el bebedizo y de libraría por fin de su tormento.
Así lo hizo. "Ahora todo es cuestión de esperar" pensó mientras bebía el amargo remedio.
Un ligero mareo y dolor de cabeza al despertar.

-Si quieres quédate, no vaya a ser que te pongas mala- sugirió su madre.
-No ma' no puedo faltar a clases, además si me siento mal, te prometo que voy a la enfermería.
-Está bien, pero cuídate mucho hija.

Fue la breve conversación con su madre esa mañana. El día marchaba con normalidad, llegó el receso, fue al sanitario, ni bien había cruzado ya medio pasillo en los baños, le vino una dolorosa punzada en el vientre, palideció e incluso sus labios se tornaron blancos, por su pierna se trazaba un hilo de sangre y el mundo a su alrededor pareció girar sin control, cayó inconsciente al tiempo que otra alumna entraba.

Horas más tarde en un hospital su madre entraba en histeria total al escuchar por parte del médico la dolorosa verdad: su hija había muerto.

-¡No, doctor, no!- se lamentó
-Señora: su hija estaba embarazada- continuó el médico.

El rostro de la madre de Diana se contrajo de modo casi grotesco.

-Pero... si era una niña, ¡Ay, Dios mío!- el llanto no le permitió decir más.

Nada se pudo hacer, el destino se mostró caprichoso, ya que quedaría asentada en el acta de defunción que había sido un golpe en la cabeza, que se diera con un lavabo al desmayarse, y no el aborto lo que provocó la muerte.

Al velorio y entierro asistieron varios profesores, entre ellos Sergio, éste al conocer la historia tuvo la certeza de ser el padre del bebé que acompañaría a Diana por toda la eternidad. Su corazón tembló al comprender que la situación fue grave todo el tiempo, pero permaneció inmutable, gracias a que logró convencerse de que todo había resultado así por decisión de Diana, "Por algo pasan las cosas" se dijo.

El fin de curso se hallaba próximo. La familia de Diana poco a poco ser recuperaba del duro golpe. Los integrantes del grupo al que Diana pertenecía continuaron con regularidad sus clases y asimilaron la pérdida, quizá demasiado rápido.

Sergio evitó pensar en Diana y en el bebé, digiriendo la situación casi tan rápido cómo los escolares. La vida en la escuela retomaba su curso.

Un buen día Sergio de pronto miró: ahí estaba ella, de mirada alegre, ávida de conocimiento, cabellos rubios y linda voz. Cristina, su alumna, era tan hermosa...