sábado, 11 de diciembre de 2010

Amor inmaduro.

Pasó un día en clase de matemáticas, mientras todo mundo estaba concentrado en el examen; de pronto los ojos de él se clavaron en aquel rostro dónde se conjugaban perfectamente una mejillas casi angélicas, unos labios de coral, unos ojos profundos como el cielo nocturno, casi negros. Ese cabello castaño, que si bien no se mostraba claro, tampoco era oscuro; lacio, caía delicadamente sobre los hombros. Aún cuando la blusa cubría el joven cuerpo, él logró imaginar el resto: casi podía saber cual era el tacto de esos hombros, de piel color caramelo, podía imaginarse mordiéndolos cual si fueran exóticos frutos, podía bajar un poco más, hasta respirar el perfume de su seno, podía imaginar el calor que desprendían los pechos al tomarlos suavemente, podía imaginarse rodeando ese talle... El estruendoso caer de una regla lo devolvió a la realidad, se sintió profundamente agradecido de no haberse movido de su lugar y de estar en examen, así nadie podría notar la manifestación física de su deseo, tratando de poner atención en sus ocupaciones nuevamente.

Ella, en tanto, notó como la miraba él, medio salón lo hubiera notado, a no ser por el examen. Él no sabía que la atracción era mutua y hoy ella se lo confesaría.
Sonó el timbre que anunciaba el fin de la clase. -Por favor: todos los exámenes en mi escritorio, nos vemos el lunes- fue la indicación.

Ella esperó, hasta que el salón estuvo casi vacío.

-Profesor: necesito hablar con usted.
-Claro que sí ¿en qué te puedo ayudar, Diana?

Ella sabía que aquella conversación sólo era para hacer tiempo, echó un vistazo rápidamente a su alrededor, en el salón sólo quedaban el profesor y ella.

-Te he visto mirarme- le dijo ella, sin rodeos- tú también me gustas.
-Diana, por favor, no digas tonterías- respondió él.
Se aproximó a él, le tomó una mano y la llevó hasta su pecho, al tiempo que se le acercaba para besarlo.
-No me digas que no te gusta esto...
Él la apartó de golpe.
-Señorita le suplico que se comporte- dijo él cambiando el tono de su voz- haga favor de retirarse- señaló la puerta severo.

Diana hizo un gesto de indignación y se fue.

Sergio se quedó solo en el salón de clases con el corazón a mil y la sangre hirviendo. No era ético, no era moral, estaba en contra de toda regla, pero las sensaciones eran más fuertes que él.
Fue un fin de semana tormentoso. La imagen de ella, apenas mujer, volvía a él una y otra vez, esa sonrisa insinuante, el beso, sus pechos, su voz... ¡NO! ¡no! ¡no! todo eso estaba mal, tenía que sacarla de su cabeza, se estaba volviendo loco.

Por fin la noche del domingo pudo conciliar mejor el sueño, un poco de alcohol en la sangre siempre lo relajaba; no era un hábito, pero esta ocasión en verdad lo necesitaba. Aún así sus esfuerzos fueron en vano, pasadas las cuatro de la mañana se despertó. Totalmente consciente, con el deseo arraigado en lo más profundo de su ser, en poco tiempo tomó una determinación. Se hizo con papel y lápiz y redactó una carta para Diana. Bastaron unos minutos, parecía que las palabras ya esperaban por él. Luego de eso volvió a dormir en paz.

Lunes por la mañana; su clase era temprano. La impaciencia se apoderaba de él.
Llegó y la miró, su corazón saltaba dentro de su pecho, pero logró mantener la calma. Al final de la clase se aproximó al lugar de Diana y en un movimiento discreto dejó la carta encima de un libro. Diana guardó silencio, no mostró mayor expresión, era como si lo esperara o quizá no le importaba ya, eso no lo podía saber aún.

En Sergio los sentimientos eran encontrados: por un lado sabía la posibilidad de que ella lo rechazara, vagamente lo deseaba, pues sabía que de ese modo sería más fácil mantenerse dentro de las normas, sería asunto olvidado. Peor si tan sólo ella decidiera llegar más lejos... ese era su mayor deseo... El resto de la mañana transcurrió con cierta calma, aunque con dificultad, logró concentrarse en sus actividades.

Tomaba café en la sala de maestros, intentando despejar su mente, cuando sonó el celular, un número que no tenía registrado le dio una pista.

-Diga?
-Soy Diana, leí tu carta ¡sí! sí quiero que nos veamos y platicar- dejó en claro sus deseos, junto con un entusiasmo casi infantil al descubierto.

Llegó la hora señalada, Sergio esperaba ansioso. Diana llegó, la seguridad con la que se conducía, la hacía parecer mayor.

-Hola Sergio- dijo ella y rozó sus labios con los de él.
Sergio sintió ruborizarse, pero a pesar de sus deseos, la conciencia se hacía presente.
-Diana, escúchame: todo lo que dice la carta es verdad. Realmente me gustas y me encantaría intentar algo contigo...
-¿Pero?- interrumpió Diana
-Pero ¿Tú crees que es tan sencillo? No, Diana, pero creo que ya lo sabes.
-¿Qué estás dispuesto a hacer por mí?
A Sergio le pareció que la pregunta iba demasiado lejos y sin embargo estuvo a punto de responder un "todo"
-Diana, no se trata de eso, sabes que ante los ojos de cualquiera esto está mal.
-Querer es poder- dijo ella sonriendo, casi con malicia.
A Sergio le tenía fascinado la seguridad y la determinación que Diana mostraba. Impulsivamente sus labios se unieron en un beso que sellaba el pacto. Al separar sus rostros las miradas se encontraron.
-Me tengo que ir- dijo ella y sin más dio la vuelta y echó a andar.
-Espera...- dijo Sergio, sin hacer más por detenerla, se quedó sonriente, satisfecho viendo cómo se alejaba.
El parque fue testigo de un par de encuentros más.
-Diana
-Dime
-Sabes lo mucho que te quiero, quiero hacer algo especial por ti: acompáñame a mi casa.

Diana no dijo nada, sólo sonrió, aunque muy dentro de sí tenía miedo, siempre hacia todo cuanto podía por aparentar madurez.
Sergio interpretó esa sonrisa que lo enloquecía como un sí. Abordaron un taxi, él no vivía demasiado lejos, en menos de media hora habían llegado a casa de Sergio.
Alquilaba un departamento en una unidad habitacional. Departamentos pequeños, ideales para familias chicas, mejores aún para solteros.

-Pasa, por favor.
Diana examinó rápidamente aquel lugar, demasiado limpio para se hogar de un soltero, o él ya se anticipaba a su visita.
-¿Quieres agua?
-No, gracias, estoy bien. Que linda tu casa.
-Ah... gracias...
Diana tomó asiento en la pequeña sala, él fue a la cocina. Volvió con las manos vacías y se sentó junto a Diana. Encendió el televisor, sin fijarse demasiado en el canal. Tomó la mano de Diana.
-Diana...

Pero lo que hubiese intentado decir fue interrumpido por un beso, apenas supo cómo, cuando reaccionó estaban recostado en el sillón, él sobre ella.
Podía apreciar el rostro de ella sonrojado, pasaba la mano entre su suave cabello, acariciaba sus mejillas, sus labios. Ella al sentir el roce de los dedos sobre su boca se apresuró a besarlos, los succionaba ligeramente; esto a Sergio le excitaba demasiado, continuó besándola, lentamente fue llevando sus labios hacia el cuello, cerca de su oreja, logrando arrancar un suave gemido a la voz de Diana.
"¿Eres virgen?" Pensó en preguntar, pero sabía que podría acabar con el momento y decidió que al final eso no le importaba demasiado.
Colocó una de sus manos bajo la nuca de ella, para atraerla hacia él y besarla, su otra mano recorrió el joven cuerpo por encima de la ropa, muy despacio fue desabotonando la blusa escolar, hasta dejar al descubierto un sostén rosado que contenía los gráciles pechos. Sintió cómo su cuerpo reaccionaba de forma casi dolorosa ante ese estímulo y tenía una necesidad imperante de liberarse de sus prendas. Percibió un perfume, ligeramente dulce, del cuerpo de su amante. Con habilidad logró despojarla de la blusa y el sostén, en tanto ella hacía otro tanto para quitarle la camisa. Nuevamente sus labios se acercaron y en un beso se transmitieron sus ardorosos deseos. Él ahora deslizaba una mano por la tierna piel del muslo suave y cálido; la excitación en ella crecía al sentir esa mano ascendiendo por su pierna y colándose debajo de su falda.

"¡Soy virgen!" Diana ahogó el pensamiento abandonándose a las sensaciones. Lentamente ayudó a Sergio a quitar la falda del camino. Conforme las prendas eran menos el ansia aumentaba. El corazón de ella latía a más no poder, en gran medida por el miedo y otro tanto por la excitación. Al fin estuvieron desnudos y Sergio se apartó un momento para contemplar aquel cuerpo de gran belleza: los ojos entrecerrados, el pecho agitado, los senos duros y con los pezones erectos, la tenue linea que dibujaba su cintura, las caderas que delataban la mujer en la que se convertía, unas nalgas exquisitas y un maravilloso par de piernas.

Su cuerpo pedía un refugio suave y cálido, pero se contuvo. Acercando su cara a la de ella inició nuevamente una violenta sesión de besos, casi sin notarlo comenzó a recorrer su cuello, los hombros, fantasía que cumplía y de la cual obtenía un gratificante gemido; quería más, conseguir esos dulces sonidos era tanto como lograr bellas notas de un fino instrumento musical.
Besó los senos, mordisqueó los pezones, la mano de ella busco la suya y se entrelazó. Aquel gesto lo excitó aún más pues cada gemido era acompañado de un ligero apretón, delicadamente él guió su mano hasta hacer que ella tomara su palpitante dureza. Ella tímidamente comenzó a acariciarle, él siguió trazando indescifrables caminos con las manos y con la boca a través de la morena piel. Descendió hasta el vientre y comenzó a besarlo lentamente, ella por un momento se resistió adivinando lo que estaba a punto de suceder, nuevamente fue sacudida por un poco de miedo mezclado con pudor. Él a un ritmo casi vacilante avanzaba, se fue separando de ella poco a poco y muy despacio, acarició las piernas y lentamente se abrió paso hasta lograr respirar el perfume de su sexo; fascinado bebió el íntimo néctar de su amada, besó reconociendo sus delicadas formas, hasta que sus gemidos la delataron al alcanzar el clímax. Suavemente fue ascendiendo, volviendo sobre el camino de besos trazado, claramente logro distinguir en los gemidos una mezcla de dolor y placer al internarse en las tersuras inexploradas del cuerpo de su amada.

Un vaivén cadencioso marcó el ritmo de los gemidos, aumentando lentamente su intensidad hasta convertirse en embestidas salvajes que lograban robarle el aliento a ambos. El éxtasis llegó mientras entrelazaban sus manos de nuevo, ambos cual flores cubiertas de rocío.
Permanecieron recostados un rato, ella totalmente exhausta, pero sonriente. Sergio contemplaba el rostro de Diana, acariciaba sus cabellos.

-Diana, te quiero mucho, mucho- dijo mientras la abrazaba.

Ella se limitó a sonreír y se apretó contra él.

Habían pasado ya un par de semanas después de aquél encuentro, se veían en el parque y en ocasiones iban a casa de Sergio.

Algo no marchaba bien ese día, Diana comprobó con amargura la sospecha que surgiera días antes: estaba embarazada. "Todo está mal" Pensaba llena de angustia. Era presa de la desesperación, no sabía que hacer, por un lado sabía que le causaría un dolor terrible a su familia al revelarles lo sucedido, por otro estaría expuesta a un cruel juicio por parte de sus compañeros y por último estaba segura de que le acarrearía severos problemas a Sergio. "¿Qué hago? ¿A quién recurro?" fueron preguntas que todo el fin de semana le quitaron la calma. A ojos de su familia parecía estar cansada, quizá demasiado estrés y así era, pero ignoraban la verdadera causa. La noche del domingo no logró dormir considerando lo que podía o debía hacer, tenía que encontrar la solución. Al día siguiente de modo discreto le entregó una nota a Sergio citándolo en el parque como era habitual. Él llegó al lugar, ella ya le esperaba, pero no lo recibió con la sonrisa de siempre, lo recibió con el gesto endurecido.

-Ya no quiero verte más, el fin de semana conocí a un muchacho, de mi edad y me agrada- dijo ella sin rodeos.
-Pero, Diana...
-No digas nada- interrumpió- he tomado una decisión- dio media vuelta y caminó sin tan siquiera voltear.

Sergio apretó los puños al tiempo que se le escapaba una lágrima. Se fue sin lograr comprender lo que había pasado.

Diana había tomado una determinación: guardar el secreto y buscar la forma de liberarse del bastardo en sus entrañas. La cosa no pudo ser más fácil: en un mercado de los alrededores, una anciana, yerbera, casi con mirarla logro saber lo que la joven buscaba y presta le entregó un envoltorio al tiempo que le indicaba cómo debía usarlo.

A casi dos meses del día en que terminó su relación, Diana lucía cansada, quizá un poco triste, había palidecido y siempre estaba falta de apetito.

-Ya se me va a pasar ma' es que nos han dejado mucha tarea.
-¡Ay, m'ija!- la consolaba su madre acariciándole la cabeza.

Realmente las tardes las pasaba encerrada en su cuarto, jugueteando con el manojo de hierbas, llorando. Esa noche, estaba decidida, prepararía el bebedizo y de libraría por fin de su tormento.
Así lo hizo. "Ahora todo es cuestión de esperar" pensó mientras bebía el amargo remedio.
Un ligero mareo y dolor de cabeza al despertar.

-Si quieres quédate, no vaya a ser que te pongas mala- sugirió su madre.
-No ma' no puedo faltar a clases, además si me siento mal, te prometo que voy a la enfermería.
-Está bien, pero cuídate mucho hija.

Fue la breve conversación con su madre esa mañana. El día marchaba con normalidad, llegó el receso, fue al sanitario, ni bien había cruzado ya medio pasillo en los baños, le vino una dolorosa punzada en el vientre, palideció e incluso sus labios se tornaron blancos, por su pierna se trazaba un hilo de sangre y el mundo a su alrededor pareció girar sin control, cayó inconsciente al tiempo que otra alumna entraba.

Horas más tarde en un hospital su madre entraba en histeria total al escuchar por parte del médico la dolorosa verdad: su hija había muerto.

-¡No, doctor, no!- se lamentó
-Señora: su hija estaba embarazada- continuó el médico.

El rostro de la madre de Diana se contrajo de modo casi grotesco.

-Pero... si era una niña, ¡Ay, Dios mío!- el llanto no le permitió decir más.

Nada se pudo hacer, el destino se mostró caprichoso, ya que quedaría asentada en el acta de defunción que había sido un golpe en la cabeza, que se diera con un lavabo al desmayarse, y no el aborto lo que provocó la muerte.

Al velorio y entierro asistieron varios profesores, entre ellos Sergio, éste al conocer la historia tuvo la certeza de ser el padre del bebé que acompañaría a Diana por toda la eternidad. Su corazón tembló al comprender que la situación fue grave todo el tiempo, pero permaneció inmutable, gracias a que logró convencerse de que todo había resultado así por decisión de Diana, "Por algo pasan las cosas" se dijo.

El fin de curso se hallaba próximo. La familia de Diana poco a poco ser recuperaba del duro golpe. Los integrantes del grupo al que Diana pertenecía continuaron con regularidad sus clases y asimilaron la pérdida, quizá demasiado rápido.

Sergio evitó pensar en Diana y en el bebé, digiriendo la situación casi tan rápido cómo los escolares. La vida en la escuela retomaba su curso.

Un buen día Sergio de pronto miró: ahí estaba ella, de mirada alegre, ávida de conocimiento, cabellos rubios y linda voz. Cristina, su alumna, era tan hermosa...

martes, 9 de noviembre de 2010

Para ella.

El texto a continuación nació el domingo pasado, de un golpe de realidad, fue escrito con lágrimas y en él dejo una parte de mi corazón. No es un cuento, no es una carta, no es una reflexión o quizá es todo a la vez...

Ella: por quien en este momento quisiera arrancarme el corazón, al no poder decirle ya lo mucho que la amaba...
Amaba profundamente las nubes que le cruzaban por la piel y los años que entre las arrugas se escondían; amaba los rayos de luna que entre sus cabellos quedaron atrapados...
Amaba su figura regordeta y su rostro amable, siempre dispuesto a brindar una sonrisa...
Amaba sus ojos, esos ojos, opacados levemente por el paso de los años y las penas...
Amaba su fortaleza. Ella, quien vió morir a su esposo y se encargó sola de sus hijos. Amaba... ¡Dios, cuanto amaba a aquella mujer! ¡Porque yo la ví el día que su hija murió! ¡Y la vi ahí con su calma, su resignación! ¡Yo la ví sufriendo y encarar al mundo con la frente en alto!
Yo la ví cuando llegaron las vecinas y le preguntaban. Y la ví responderles con aplomo:-Mi hija se murió, la estoy velando.
Y sufrí con ella, pero nada pude hacer, ¡Nada pude decir!
Ni siquiera que la amaba...
Yo la amaba y amaba cada rincón de su casa, porque todo en aquel sitio estaba impregnado de su esencia. Amaba su cama, que para mí siempre fue la cama más alta, amaba el aroma dulzón con el que la casa nos recibía y amaba las flores de vidrio en su mesita de centro y esos frascos con caracoles y conchas marinas en la ventana de la cocina. Amaba su jardín, compuesto de innumerables macetas. Porque todo era ella: era la paz que se respiraba en aquella casa, era consuelo, era ejemplo, pero por sobre todas las cosas: ERA AMOR.
Luego vinieron el tiempo y la distancia, yo dejé que mis días se llenaran de "después", hasta que el destino me arrebató la oportunidad...
Y ella murió. Y me lo dijeron pero, incluso en el momento de la despedida, estuve ausente.
Ella murió. Me lo dijeron. Es sólo que tardé mucho en comprender...
Y podré escribir mil lineas, pero ahora ella se me ha vuelto estrella y está lejos de mí...
Sólo puedo repetir: ¡cuánto la amaba!...

viernes, 5 de noviembre de 2010

A veces.

A veces se me ocurre que podría estar en otro lado, a veces se me ocurre que podría no ser yo; cuando estoy solo, cuando ni mi sombra me responde, a veces lo pienso y cierro los ojos, me crecen alas y salgo por la ventana, entonces soy un ave que surca los cielos y a veces cuando vuelo: me desvanezco y ya no me veo, pero sigo arriba en movimiento, entonces soy viento y juego con las hojas de los árboles y despeino a los niños que juegan en la calle.
A veces cuando soy viento me siento tan feliz y tan lleno que me vuelvo agua y me elevo arriba, arriba, hasta el tope, entonces soy una nube tan llena de gotitas que me hacen cosquillas, las gotitas nadan suben y bajan dentro de mí y se mueven tanto que me rompen y todas juguetonas se escapan, me dejan hecho una gota más que se lanza contra el piso junto con ellas.
A veces cuando caigo al piso me vuelvo barro y los niños juegan conmigo, me dan forma de hombre y luego me dejan; entonces me siento solo, me siento triste y de tanto sentir mi tierra se hace carne y mi agua sangre: soy un hombre.
A veces cuando soy hombre quisiera tener una mujer para amarla...
Entonces abro los ojos y te miro a mi lado, estás dormida y no necesito ser ave, viento, nube, agua o barro, porque te tengo y puedo amarte y mirarte desnuda sobre mi cama, iluminada por la luz del amanecer; a veces cuando te miro así quiero decirte tantas cosas, decirte lo feliz que me haces, lo mucho que te quiero, decirte que no quisiera dejar de mirarte, decirte que quiero tenerte entre mis brazos y no separarme de ti jamás, pero estás dormida y entonces, a veces cuando estás dormida, te beso en la frente y al oído te digo: "Te amo"

Escrito hace nueve años aproximadamente.

sábado, 30 de octubre de 2010

El loco.

-¡A la chingada pues!- dijo y arrojó la colilla del cigarro, ésta cayó con precisión justo a un lado del cesto.
-A la chingada- se repitió entre dientes, como si temiera ser escuchado-Güey: ahí te dejo-Al tiempo puso sobre la mesa un billete tan arrugado que apenas lo parecía.
Parecía caminar sin rumbo, como aquel que no sabe a dónde ir pero lleva la seguridad en el paso. Pasó varias veces por el mismo lugar, incluso imaginó que los mareados eran los árboles del camino.
"A la chingada" se dijo ahora mentalmente.
-No, no es que yo quiera. Es ese puto del Félix ¡A huevo!, ese pendejo, si no'más veía yo como desde bien chavitos se echaba unas miradotas a mi carnala... Me cae, pinche Félix, te pasaste..- susurraba al tiempo limpió una lágrima que se asomó en sus ojos- ¡Pinche Gabriela! Ramera barata, ¡nel! barata... pinche "nalgas-prontas" ¡Pendeja tu también!. No, no es que yo quiera- se dijo y respiró hondo -así, sólo así podremos arreglar las cosas... ¡A la chingada!- Se dijo de nuevo.
Sintió como calaba el frío a esas horas de la noche, se subió el cierre de la chamarra, aunque no hizo mucha diferencia.
De aquel lugar: "lonchería de día, bar de mala muerte en la noche" a la vecindad sólo había unas cuantas cuadras.
Rubén caminaba lentamente, frotándose las manos y sintiendo cómo se le erizaba la piel, no sabía si por frío o de la excitación nerviosa. Cada paso que daba sentía más y más fuerte el latido de su corazón.
Llegó a la vecindad, una de las famosas "marraneras" de la Martín Carrera. Nunca, nadie que no tuviera motivos, entraba ahí. La ropa que colgaba de los tendederos proyectaba sombras fantasmales, hacía un par de horas que la luna iluminaba desde su punto más alto. Aún parpadeaban en las ventanas algunos destellos inconfundibles del televisor encendido. De manera clandestina llegó a él el murmullo del amor, inaudible a otras horas, sumamente notorio en ese momento.
Rubén siguió andando por el patio, alargado como pasillo, tan característico de las vecindades del rumbo. Subió una escalera tan descuidada, que de no ser porque otras ocasiones la había recorrido, habría tropezado.



-Interior doce...-murmuró. Se acercó lentamente a la puerta, sólo para descubrir que el dueto que interpretaba los sonidos del amor era el que ocupaba aquel cuarto de vecindad. Fue presa de la rabia y con el puño comenzó a golpear la puerta.
Gabriela! ¡Gabriela! ¡Sal, maldita perra!-Gritaba Rubén fuera de sí.
-¡Pinche Rubén!- Se oyó un grito igualmente furioso desde el interior-¿Qué chingados quieres aquí? ¡Lárgate cabrón!- le dijo ella al abrir la puerta.
-¡Maldita!- Respondió él al tiempo que le daba un golpe en la cara.
El impacto derribó a la mujer, Rubén aprovechó el momento y siguió golpeándola con crueldad, mientras vociferaba:
-¡Por tu culpa mi mamá está muerta, cabrona! Te largaste así: sin pensarlo, sin avisar, poco te importó dejar a mi madre... y ella tan enferma, tan... tan ... angustiada. ¡Yo la vi morir! ¡y sus últimas palabras fueron preguntando por ! - Rubén sentía una rabia incontenible.
-Pero a , pendeja, no te dolió ¡Te importó más tu calentura! Mientras: mi madre se moría- Rompió en llanto.
Gabriela se incorporó como le fue posible. Aquella lluvia de golpes había sido inclemente, a tientas buscó asir lo que fuera, pronto sus dedos rozaron un vaso sobre la mesa, logró sujetarlo y torpemente lo estrelló en la cabeza de Rubén. Éste se apartó doliéndose por el golpe.
Ayúdame pendejo! ¡Cabrón, que mi hermano me quiere matar!-Gritó ella dirigiendo la voz hacía la puerta que conducía al cuarto contiguo.
-Ya te chingaste Gabriela...- Dijo Rubén al tiempo que comprobó que sangraba la herida hecha por el vaso. Del piso recogió el trozo más grande del vaso que le había herido y se acercó rápida y amenazadoramente a su hermana. Gabriela abrió desmesuradamente los ojos.
-¡No Rubén!... estás loco... no, Rubén... hermano ¡Por favor!... ¡No Rubén!- De nada le valió el tono suplicante de Gabriela, el horror reflejado en su rostro no conmovió a Rubén, quien se le fué encima, clavando aquél trozo de vidrio directo en el cuello de su hermana.
-¡Tú te lo buscaste! ¡Maldita zorra! ¡Maldita, maldita!
Si alguien lo hubiera visto en ese momento habría jurado que estaba poseído, que ese no era Rubén o al menos no se portaba como él. Pero sí era, él, quien cruelmente clavaba repetidamente aquel fragmento de vidrio en el cuello de la mujer, mezclando la sangre que manaba de las heridas en el cuello, con las hechas contra la mano que sostenía la improvisada arma.
Gabriela no se movió más, pero la furia en el corazón de Rubén era un fuego en su punto más violento y le quemaba por dentro. En un movimiento veloz tomo un cuchillo de la cocina y entró en la otra habitación.
-Y tú: ¿Qué? ¿No que muy chingón? Pinche puto... No tuviste los huevos suficientes para defenderla..-
Hablaba dirigiéndose a "alguien" que cual niño se resguardaba bajo la sábana.
-Pinche puto... -Dijo y al tiempo empuñó el cuchillo, se fue sobre el hombre que se escondía. Desquitó su ira, calmó su sed de venganza. Respiraba agitadamente, se sentía débil, las heridas que sufrió al tiempo que atacaba a su hermana le habían hecho perder sangre. Fue como si algo o alguien le hubiese abofeteado: se miró las manos llenas de sangre, corrió a la otra habitación y miró el cuerpo de su hermana a quien casi le desprende la cabeza por su saña, fue como si despertara.
-¿Qué hice? Gabriela, ¿Qué hice?- Pronto pasó de la ira al terror, al arrepentimiento.
Las manos paseaban ansiosas por su cabellera, miraba lleno de pánico de un lado a otro temiendo que alguien entrara de un momento a otro. La debilidad física y de espíritu hicieron mella en él, sin saber cómo actuar en aquellos momentos. Víctima de la culpa y la deseperación tratando de huir de la realidad terminó colgándose de la regadera.



* * *



Félix notó el alboroto al llegar a la vecindad, nada fuera de lo común pensaba.
-Yo escuché los gritos, vecina. ¡Ay! pero... es... es... que no creí... ¡Ay, Félix!- Se dirigió a él Doña Alejandra, una de las vecinas con las que más trato tenía.
Doña Alejandra temblaba, tenía la mirada perdida, encontraba visiblemente perturbada.
-¡Ay, Félix! Félix...- Repetía ella como fuera de sí, llorando, histérica- Yo oí los gritos... ¡Ay, Félix! ¡Félix!....
Alarmado corrió al interior de su casa, el corazón le dio un vuelco al encontrar a su mujer con el cuello destrozado, tirada en un charco de sangre. No podía creer lo que veía: Gabriela, quien había sido el amor de su vida, yacía en el piso de su casa muerta: asesinada. Sintió que la fuerza lo abandonaba, con las manos apoyándose en la pared entró a su cuarto; los ojos casi se le salieron de sus órbitas al encontrar la cama ensangrentada y bajo la sábana un cuerpo. Una mezcla de rabia, miedo y angustia se le agolpó en el pecho. Bruscamente levantó la sábana, para descubrir que el cuerpo bajo ella era el de Nestor, quien hasta entonces fuera su mejor amigo.

No lograba comprender nada: Gabriela asesinada; Nestor: su amigo, muerto en su cama.

-Eran... amantes...- la náusea lo invadió, corrió al baño, vomitó violentamente. Cuando alivió el impulso, un escalofrío le recorrió el cuerpo al descubrir a su cuñado colgado en la regadera.

Nada tenía sentido, no podía, no quería reconocer la verdad, pero muy dentro de sí sabía lo que había sucedido. Sintió que la razón lo abandonaba...



* * *



-Dicen que en el doce, un día, un güey se volvió loco- Comentaba un muchacho a los vecinos llegados.- Que un día llegó y encontró a su vieja muerta y en su cama a otro cabrón, muerto también. Dicen que los mató el cuñado, que al pendejo de la cama lo mató pensando que era el esposo de su hermana, que nunca se enteró que al que se había chingado era al amante de su carnala, dicen que luego se colgó en el baño... Y cuando llegó el otro cabrón nadie le advirtió, entonces el pendejo se metió a la casa y ¡Zaz! que los encontró a todos muertos, dicen que no pudo con eso y por eso se volvió loco...

miércoles, 13 de octubre de 2010

Retomando el camino.

Algunas veces sucede que el miedo nos detiene, eso me había pasado, es por eso que este espacio estaba muuuuy descuidado, casi en el olvido. Pero he vuelto, luego de desempolvar algunas ideas, que aún están tomando forma y sobre todo retomar el aliento, estoy de vuelta, les prometo trabajar más seguido en este espacio y compartirlo con ustedes. Espero sus opiniones y sugerencias, prometo tomarlas en cuenta. Un saludo muy afectuoso.

martes, 13 de abril de 2010

El día que no existió..

En el año 46 a.C. el Emperador Julio Cesar sustituyó el calendario lunar por el que se conocería como "juliano" en su honor. Este calendario tenía 365,25 días y meses de 30 y 31 días, a excepción de febrero qué tenía 28 y 29 en año bisiesto. Pero el astrónomo encargado de hacer las modificaciones al calendario cometío un error de cálculo y se excedió por 11 minutos y 14 segundos; esto ya para el s. XVI se vió reflejado en un adelanto de 10 días en relación a las estaciones, razón por la cual el Papa Gregorio VIII (1502-1585) ordenó la revisión del calendario, dando como resultado una nueva sustitución por el ahora calendario "gregoriano" en el cual para corregir el error del astrónomo de Julio Cesar se suprimieron diez días, de modo que no existió el 5 de octubre de 1582 ( y 9 días más) ...