miércoles, 14 de febrero de 2024

Vecinos

Llegué a este departamento por casualidad, era una de esas oportunidades que te saltan a la cara y resulta criminal dejar pasar. Cuando me lo mostraron me pareció una broma el precio del alquiler por un espacio amplio, bien iluminado, con una buena distribución, en un edificio algo viejo, pero bien conservado y que contaba -además- con áreas comunes como un patio y jardín. 

Demasiado bueno.

Cuando algo parece tan bueno, siempre hay que dudar un poco, puede ser que en realidad no lo sea. Sin embargo, el lugar ofrecía tantas ventajas que en ningún momento me detuve a pensar qué había detrás del precio tan bajo. ¿Acaso tenía filtraciones de los departamentos contiguos? ¿Algún problema de plaga recurrente? ¿Escaseaba el agua? Todo parecía ideal.

Ideal.

Con ansias firmé el contrato que originalmente pensé que sería por un año, pero después de una breve negociación me ofrecieron mejorar el precio si tomaba el departamento por más tiempo. ¿Era broma? Lo común es que las rentas suban año con año y aquí se me ofrecía una mejora en el alquiler y mantener ese monto por toda la duración del contrato. Pactamos tres años.

Al principio la risas infantiles en el patio incluso me hacían gracia, pero con el pasar del tiempo se fueron agregando las constantes discusiones de los vecinos, pasos en los pasillos, radios y televisores con volumen innecesariamente alto. 

Todos los días. 

A todas horas.

Cada vez que he querido abandonar el departamento sucede algo: me enfermo o tengo algún accidente que me obligan a permanecer en cama, las compañías de mudanza jamás responden mi llamada o directamente no establece conexión el número. Algo, siempre pasa algo que me obliga a posponerlo un poco más. 

Todo ese ruido que proviene de cada rincón del edificio y me bombardea día y noche, noche y día, amenaza con arrebatarme la cordura. No encuentro un solo minuto de descanso ni concentración. Lo peor viene cuando con un escalofrío recuerdo -aunque no quiera- que soy el único inquilino de todo el edificio.


 



sábado, 29 de abril de 2023

Danzón


—¡Qué guapo que estás hoy, Fermín!

—Tengo que tratar de estar a la altura, pero ni de lejos podría verme tan bien como tú, María —le dije y era verdad. 

Cuando estaba sentada frente al tocador, dando los últimos toques a su peinado con las manos, mientras se ponía los aretes de perla a juego con el collar, cuando untaba una capa de carmín sobre sus labios y con la misma barra daba color a sus mejillas, el brillo en sus ojos todo el tiempo hablaba de la emoción que le daba volver a bailar. Claro que se veía hermosa, como si el tiempo nunca hubiera pasado. Y yo, con todas mis fuerzas deseaba que ese momento durara por la eternidad. 

Se puso de pie y le ofrecí mi brazo y sin prisa caminamos hasta el salón, cuando entramos la orquesta empezaba a tocar «Presentimiento». Tomamos asiento, María se moría de ganas porque ocupáramos un lugar en la pista. Al terminar la orquesta hizo un breve silencio para que las parejas volvieran a su lugar o bien, se acercaran a bailar.  «Juárez» empezó a sonar.

—¿Te acuerdas? 

—Siempre.

—Este fue el primer danzón que...

—Que bailamos juntos —terminé la frase y la besé en la frente. 

Bailamos un par de piezas más, comenzaba a sonar «Juan de Celia».

—Hace tantos años, cómo pasa el tiempo, Fermín. Nuestros niños se han hecho mayores —descansó su cabeza contra mi pecho y mi mano envolvió la suya —. Maru ya se recibió de enfermera y se va a Guadalajara. Manuel hace dos años que se casó. Nos estamos quedando solitos. 

—No pienses en eso, mujer. A Maru le irá muy bien, seguro y conocerá a un buen hombre, ya verás. Un hombre que la quiera y la cuide, para quien sea su tesoro y tendrán hijos. 

—Manuel ya es papá. 

—Y tendrá un par de hijos más, verás como esos chiquillos serán tu adoración. Vendrán a pasar navidades y no tendrás tiempo para penas ni tristezas. Ya verás.  

—Hablas como si conocieras el futuro, Fermín. Siempre me da tranquilidad cuando me hablas de lo que vendrá. ¡Te quiero tanto! Prométeme que aunque nos hagamos muy, muy viejos seguiremos viniendo a bailar, tú sabes cuánto me gusta. 

—Lo sé, María —suspiré—, me lo has dicho más veces de las que podría contar. 

—¡Promételo!

—Te lo prometo.

Era verdad, había perdido la cuenta de las veces que me habló de su gusto por el baile, especialmente por el danzón, en todas y cada una de ellas le prometí que seguiríamos bailando siempre  y cada vez que se lo prometía me sentía un mentiroso y un poco de culpa me oprimía el corazón.  

—¿Pero qué tienes, Fermín? Estás llorando. 

—No es nada, María, me dio sentimiento pensar en Maru. 

Siempre que hablaba de Maru se me hacía un nudo en la garganta. A veces me daban ganas de no volver a bailar, pero no quería romper su corazón. Era su momento de luz y yo quería aprovechar cada destello que de ella surgiera y guardarlo para siempre en mi alma. 

Pasó su mano por mi cara para enjugar la lágrima que se me había escapado. Súbitamente dejó de bailar y sus ojos se llenaron de lágrimas al mirarme detenidamente. 

—Pablo —murmuró llevándose la mano a la boca.

Sentí cómo la fuerza para manterse en pie le faltó de pronto y la ayudé a sentarse.

—¡Maru! ¡Maru, mi niña! ¡Maru! —repetía entre sollozos—. Pablito, mi amor, se nos ha muerto tu mamacita, mi hija se murió —se cubrió la cara con las manos llorando desconsolada. 

—Tranquila, abue, estoy contigo —le dije, conteniendo mi propio llanto. 

Mi madre había muerto cuando yo aún era un adolescente y Fermín, mi abuelo, dos años después. Entonces mi abuela comenzó a perder la lucidez.

A veces se refugiaba en los recuerdos de cuando ella y mi abuelo salían a bailar, despertaba pensando que era sábado y se alistaba para ir al salón. El cuerpo parecía pesarle menos, hasta las arrugas parecían desvanecerse. Buscaba su mejor vestido y sus zapatos de tacón cubano, se miraba en el espejo cuidando cada detalle, buscando la perfección en su arreglo. Casi nunca duraba mucho, siempre había algún detalle fuera de lugar que inevitablemente rompía el hechizo y la traía de vuelta. Yo no sabía cómo consolarla. A veces pasaba largo rato llorando la pérdida de su hija y de su esposo y le dolía tanto como si acabaran de morir. En cierta forma cada vez que recordaba los volvía a perder y  yo no podía hacer nada más que acompañarla. 

Por un momento dejó de llorar. Levantó la vista y secó sus lágrimas. 

—Fermín, vamos a bailar —dijo, pero no me miraba.

Extendió los brazos y mientras sonaba «¿Dónde estás corazón?» sonrió por última vez.



lunes, 17 de octubre de 2022

Solitaria [in]existencia.

 Hacía meses que los últimos inquilinos de la casa se habían marchado del lugar y mi presencia allí estaba de más, así que tomé mis escasas pertenencias, eché una última y nostálgica mirada, cerré la puerta y me alejé.

Por el periódico me enteré de unos estupendos departementos ideales para familias grandes. "¡Qué suerte!" Me dije, seguro habrá niños y hasta mascotas. Habían sido meses muy solitarios y sentía ansías por recuperar el tiempo perdido. Rápidamente llegué y me instalé en uno de esos departamentos. ¡Cuatro habitaciones! A un precio tan accesible que todo era cuestión de esperar a que llegara la nueva familia. No podía con la emoción: una nueva familia para poderla asustar.

jueves, 29 de abril de 2021

La memoria del cuerpo

Crescencio despertó al sentir que algo mordisqueaba los dedos de su mano izquierda. Se halló tendido sobre una superficie terregosa, dolorido y ciego. Por más que intentó pensar cómo había llegado a ese lugar —o cuando— no pudo. Supo que era de noche por el frío y el silencio, entonces recordó las noches de insomnio en que sacaba una silla al patio para mirar las estrellas. Lentamente se incorporó, quiso pedir ayuda, pero sentía la garganta seca y le dolía. ¿Dónde estaba? Se sentó y tocó el suelo a su alrededor. Tierra seca. De nuevo se levantó y comenzó a caminar lento, tanteando con el pie hacia dónde daría el siguiente paso, con las manos por delante para evitar chocar. Revisó sus bolsillos, tenía las llaves de su casa, pero no las de la camioneta; eso lo hizo pensar que no podía estar lejos de su casa y a pesar de no tener la certeza, le daba cierta tranquilidad. De pronto tropezó con algo, no alcanzó a meter las manos y su cara se estrelló contra la tierra. Le tomó unos minutos recuperarse, nada le dolía más que antes de la caída por lo que asumió estar bien. Con las manos descubrió que la causante de su caída había sido una rama. ¿Qué hora sería? ¿Y si lo encontraba algún coyote? ¿No sería mejor pasar la noche ahí? Desechó la idea rápidamente, ciego como estaba, quedarse quieto definitivamente no era un opción. Decidió que la rama con la que había tropezado era una señal de que dios no lo había abandonado del todo.

"Esta es una prueba, Cresencio", pensó para sus adentros y tomó la vara para ayudarse a tantear el camino. Metros más adelante sintió una depresión en el terreno, la tierra se apretaba y un poco más allá estaba fangosa y se escuchaba un débil correr de agua. Supo que había llegado a lo que quedaba del río. Años atrás había sido un buen lugar para refrescarse y descansar, pero de un tiempo a la fecha había disminuido la corriente. Se acercó con cuidado, los pies se le hundían en el lodo, con cuidado se acercó hasta tocar el agua. Casi pierde una de sus botas atascada en el lodo. Estaba seguro de que si avanzaba en dirección de la corriente podría llegar al pueblo y pedir ayuda.

Escuchó ladridos a lo lejos y se inquietó porque de siempre había escuchado que los animales perciben a las ánimas y, aunque él nunca se había encontrado con una, había algo en el gruñir de los perros que lo ponía nervioso. Se santiguó y le pareció sentir su cara hinchada casi con deformidad, eso lo hizo pensar que sufrió una caída y el golpe por ésta le había dejado ciego.

Siguió caminando, sentía una terrible una pesadez, era como si estuviera aprendiendo a caminar por primera vez, quería tumbarse donde fuera y descansar, pero tenía miedo de los animales que se pudieran aprovechar de su indefensión como había pasado cuando despertó. "¿Qué día es hoy?", pensaba cada tanto, pero la memoria no le era de ayuda.

Siguió caminando por varios minutos, un par de horas quizá. Hacía frío, pero debía ser por las incontables madrugadas en las que se levantó antes del amanecer que ya no surtía efecto en él como antes. Una ligera llovizna comenzó de pronto. Fue una suerte realmente, gracias a ella pudo encontrar una casa, su casa, al identificar el goteo del tejado a los botes que estratégicamente había colocado para recolectar agua de lluvia. Dio gracias al cielo de haber colocado los contenedores a distintas alturas, de los días pasados en que la lluvia le permitió escuchar y memorizar ese sonido que hoy era una pista sonora de donde estaba. Ahora sí, estaba casi en el pueblo; su casa estaba al norte un poco lejos de la mayor parte de las casas. era una zona más tranquila. Tanteando llegó a la puerta y comprobó que estaba cerrada, entonces buscó en su bolsillo y sacó las llaves. Tocando cada una de ellas hasta dar con la más larga, la introdujo mientras con la otra mano tiraba levemente de la puerta, quien le hubiera visto no podría haber adivinado que estaba ciego. Limpió la suela de sus botas al entrar. Sabía de memoria el camino a su cuarto y, aunque pensó en detenerse antes en la cocina, optó por ir primero a asearse. Entró al baño, se lavó las manos y continuó hacia la recámara. Sacó ropa limpia, buscó su camisa favorita con bordados en los bordes, las manos sabían reconocer entre las texturas cuál era cada prenda, casi podía distinguir el color de una y otra. Se bañó con agua fría y la visión de sí mismo tirado sobre el suelo en la noche helada lo estremeció. Era un vago recuerdo de la noche en que despertó, o al menos eso pensaba.

Se vistió sin problemas, más de una madrugada había preferido hacerlo a oscuras para ganarle unos minutos al amanecer. Al abrocharse el cinturón notó que su cuerpo también estaba hinchado, como si hubiera ganado peso, debía ser así, pues el cuerpo le pesaba más de lo habitual.

¿Qué hora sería? ¿De qué día? Tenía un despertador de cuerda en su pieza, al menos podría saber una de esas dos cosas. Llegó, tomó el pequeño artilugio con una mano, se colocó frente al muro, tanteó la distancia un par de veces tocando la pared con el reloj, al tercer movimiento lo estrelló de manera firme, de modo que rompió el vidrio. Con sumo cuidado tocó la carátula, apenas rozando las manecillas para evitar alterar su posición y cortarse con los fragmentos de cristal que aún quedaban. Eran las siete con cuarenta y tantos minutos, sabía que era de mañana, pero no tenía idea de qué día de la semana era. Se sentó en el borde de su cama. "¿Qué hacer?", pensaba.

El sonido de la campana haciendo el primer llamado a misa lo sacó de sus pensamientos. Decidió ir, le daría gusto encontrarse con gente conocida y, probablemente, obtener un poco de ayuda; a pesar de que hasta el momento se las había arreglado bien, todavía tenía incertidumbre por su situación.

A tientas, revisó sus prendas, guardó las llaves de su casa en el bolsillo y salió rumbo de la iglesia, bien recordaba la sensación del camino bajo sus pies, la gravilla crujiendo al recibir el peso de cada paso hasta la avenida. Nunca había contado sus pasos pero sabía el camino y sin problema podía recorrerlo aún sin mirar. Aquella vereda conectaba con un camino empedrado, un poco viejo, pero se mantenía en buen estado. "Llegando al empedrado, das vuelta a la derecha, ahí sigues hasta donde se escuchen los gallos, es el criadero de Doña Mary, puro gallo campeón..." pensaba para sí, como si diera indicaciones a alguien más. La brisa matutina era agradable cuando llegó al criadero. "Llegando al criadero hay que dar vuelta a la izquierda, esa es la calzada principal, todo derecho está la plaza y ahí, la iglesia. No hay pierde, la fuente está cerca, tanto que se podría escuchar misa desde ahí", también pensaba que hacía buen rato que la misa había empezado y se lamentaba que a pesar de su fortaleza, sus piernas ya no le ayudaban como antes. "Es el peso de los años, Crescencio".

Con suerte, llegaría antes de que la misa terminara y aún si no, habría gente yendo al mercado o a encargarse de algún mandado. Todo el pueblo lo conocía, alguien, alguna persona podría ayudarlo.

El chirrido de una máquina le avisó que ya estaba cerca, el molino del pueblo ni en domingo descansaba. Más adelante, la fuente que fuera el orgullo de administraciones pasadas, seguía siendo alegría de chicos y grandes, sobre todo los días de calor. La misa estaba por terminar y Crescencio quería encontrarse con el cura, le apenaba saber que llegaría tarde a la iglesia, pero sentía urgencia de entrar en la casa de dios; dentro de sí sabía que era lo único que calmaría su inquietud.

Estaba tan cerca que podía escuchar hablar al sacerdote, "Roguemos, hermanos, por las almas angustiadas, por nuestros enfermos y desahuciados, Especialmente quiero pedir que eleven una plegaria", comenzaba ya las palabras de despedida y sintió una terrible prisa por entrar, tanteó la puerta pero la premura lo traicionó y golpeó una mesa de la que cayó un florero, "por nuestro hermano desaparecido hace dos semanas, Don..." decía el padre al tiempo, "¡Crescencio!" exclamó palideciendo, mientras el florero se hacía pedazos contra el piso. La gente volvió la vista. Crescencio por fin había llegado a su destino y podría estar en paz.

Frente a los ojos de los atónitos feligreses, entró al templo el cuerpo de Crescencio Pérez con la cabeza destrozada, para desplomarse y no volverse a levantar.

sábado, 27 de junio de 2020

Retratos de un sábado por la noche

La música que brota desde un rincón de mi habitación me hiere. Sus suaves y afiladas notas inundan el aire, entran por mis oídos y se clavan en mi alma como cientos de anzuelos jalando en diferentes direcciones. Me estremezco. Quizá es la embriaguez.
No debería beber a estas horas, este día. Simplemente no debería. Las luces de los autos al circular por la calle  iluminan de forma intermitente la habitación y por momentos imitan el dorado tono del atardecer, pienso que es curioso, porque justo así he dejado pasar los días. Ese suave compás, apenas es una leve vibración y siento que puede hacerme llorar. Lloro, tiemblo un poco. En definitiva, no debería beber. «¡Cállate, Chet!» grité justo antes de arrancar la radio y lanzarla al otro extremo.Silencio. 

***

Llueve, afuera hace frío y llueve.

No pienso que haga más frío que aquí dentro. Tu abandono duele en todo el cuerpo, en mis ganas de romper con el mundo.

A través del cristal empañado miro las pocas luces que aún quedan encendidas en los edificios vecinos, «¿Piensas en mí?» Pregunto y no obtengo respuesta. Justo ahora nadie mira y a pesar del frío tengo el torso desnudo; al mirar por la ventana mis pezones rozan el vidrio y tengo una extraña sensación, la memoria me trae escenas de cuando con tus manos encendías mi piel, cuando iluminabas la noche con tus besos ¿Recuerdas?

Cierro las cortinas y me quedo a oscuras, rumiando recuerdos. Será otro largo insomnio.

sábado, 29 de febrero de 2020

Las voces en el bosque.

Hacía casi una semana que Renée había llegado a iniciar una nueva vida lejos del ruido de la ciudad, su casa en el bosque era un sueño hecho realidad. Estaba más llena de ilusiones que de mobiliario, pero era la promesa por la que había esperado largamente. Lo primero que hizo al instalarse fue acondicionar un estudio para continuar trabajando; debía considerarse afortunada de no tener que asistir a ninguna oficina para laborar, estaba por terminar un artículo para una revista de moda. Si bien no se sentía fascinada por ello, era un trabajo como cualquier otro; varios meses de éxito relativo le habían ayudado a pagar las cuentas y así deseaba continuar. Pensaba mucho en lo tranquilas que eran las noches en ese lugar, hasta una madrugada en que le pareció escuchar un ruido como de alboroto de animales, pero estaba adormilada y cesó pronto. Al día siguiente se levantó pensando que quizá todo se había tratado de un mal sueño. No había vecinos cercanos para investigar, todos preferían vivir más cerca del pueblo, aunque había pocas casas cerca, nunca duraban habitadas, según le habían contado. Desde luego eso no pasaría con ella, pues justo había elegido aquel lugar por la escasa población. A partir de esa noche no pudo dormir bien por varios días, soñaba con el bosque y algo que la llamaba desde la oscuridad. Pensó que debía ser el cambio tan drástico de la ruidosa ciudad a aquel alejado paraje o la falta de contacto humano por varios días, le daba igual nada la haría cambiar de parecer respecto de su nueva residencia. A la semana siguiente llegó el resto de sus muebles y dedicó tiempo a instalarlos, al término de la tercera semana podía llamar hogar a aquel rincón. El otoño estaba por llegar y le hacía ilusión salir a caminar por los senderos cubiertos de hojas. Al finalizar el primer mes los días se habían vuelto más fríos y salía menos de casa, tantas horas de encierro le causaban inquietud sin razón aparente. Al tiempo, las pesadillas volvieron de forma intermitente. En el sueño siempre escuchaba que algo o alguien la llamaba desde el corazón del bosque, al avanzar el camino se tornaba lóbrego y al intentar volver se veía inmersa en una espesa oscuridad; con la sensación de ser perseguida, despertaba en el momento en que aquello estaba a punto de atraparla. Invariablemente se repetía a sí misma que todo era producto del aislamiento al que se estaba sometiendo, que eso estaba influyendo en su ánimo, aunque en el aspecto productivo la mejoría era notable. Descubrió que los días fríos habían hecho que terminara casi por completo con sus reservas de leña, ahí terminaba lo maravilloso de tener chimenea, ahora tenía que salir a buscar más si no quería morir de frío en los próximos días. Había una pequeña hacha que llevó consigo, faltaban muchas horas para la puesta de sol así que era un buen momento para salir de casa. Luego de avanzar una decena de metros lejos de la casa pudo notar que el frío no era tan intenso afuera, «debe ser por la caminata» pensó sin darle demasiada importancia. De pronto notó un inusual silencio. Se quedó de pie un momento, contuvo la respiración para no hacer ningún sonido, hacia donde mirara ni siquiera las hojas de los árboles parecían moverse y el silencio era abrumador. Trabajó tan rápido como pudo, pues la situación le inquietaba mucho y por momentos recordaba las pesadillas que había tenido. Conforme caminaba de vuelta a su casa notaba que el frío volvía. Necesitaba tomarse unos días fuera para descansar de aquel ambiente, así que llegando decidió que visitaría a sus padres, quienes la recibieron con sorpresa pues no pensaron en verla tan pronto —Creo que no termino de acostumbrarme al clima —les explicaba a sus padres. —Ojalá lo consigas, la casa es preciosa y el espacio envidiable. —Lo sé, tuve suerte de encontrarla. —Y el trabajo, ¿Cómo va? —intervino su padre. —El cambio ayudó mucho, mi concentración mejoró. —Hija, no te veo del todo bien, ¿No descansas? —Sí duermo, mami, pero he tenido bastante trabajo los últimos días. —Es bueno que tengas trabajo, pero no que te desgaste así. Deberías equilibrar mejor tus horarios y no descuidar tu descanso. A la larga te va a afectar, por ahora tu cuerpo puede compensarlo, pero nadie es joven para siempre. —Lo sé, ma’, sólo necesito terminar de adaptarme al cambio. Su padre habló poco, lucía pensativo. —Quizá es una tontería —dijo finalmente—, he hablado con tu madre sobre lo que se dice de la zona en la que vives. La gente que llega ahí nunca se queda por mucho. No quiero parecer un loco dejándome influenciar por los rumores, pero… —Ese no es el hombre escéptico que me crió. —Lo sé. —Tu padre te extraña tanto, que es capaz de decir cualquier cosa con tal de que vuelvas a casa. Las tardes de domingo no son lo mismo sin ti. —De acuerdo, de acuerdo. Me has descubierto, mujer. —Es algo temporal, papá. Volveré, pero no por ahora. Necesitaba hacer esto para aclarar mis ideas respecto al futuro y muchas otras cosas. —Y lo entiendo, esta es tu casa y siempre lo será. Vuelve cuando quieras, si es que así lo deseas. —Lo haré, pero antes pasaré una temporada en el bosque. El fin de semana pasó en un abrir y cerrar de ojos. Antes de lo que pensó ya estaba en camino de vuelta a su casa. Pasó unos cuantos días fuera y al regresar tuvo la sensación de que algo había cambiado en ese lugar. Al llegar a la puerta encontró un pájaro muerto a sus pies y le provocó un escalofrío. Fue a buscar algo para mover el cadáver del paso, regresó con una rama y empujó al ave, ésta graznó y agitando las maltrechas alas se enderezó y de forma errática alzó el vuelo hacia el bosque, no mucho después de verla perderse entre los árboles escuchó el alboroto de lo que parecía ser una enorme parvada. La casa parecía más fría e incómoda de lo que la recordaba. Esa noche por un largo rato no logró conciliar el sueño y cuando por fin lo hizo soñó con el ave que estaba en la entrada, al levantar el vuelo los graznidos se iban tornando en sonido articulado, repitiendo una única palabra: Renée; mientras más se internaba en el bosque otros pájaros se unían al llamado, pronto el bosque entero repetía una y otra vez su nombre. Despertó sobresaltada, aún era de madrugada, el viento sacudía los árboles y les arrancaba terribles sonidos casi como lamentos. Intentó dormir de nuevo, pero había algo más que no se lo permitía, le parecía escuchar un gran desorden de voces aviares. En efecto, cientos de aves rodeaban su casa, golpeando puertas y ventanas con sus picos. Renée salió a pesar del miedo, el impulso de salir fue mayor. Se abrigó, tomó una escoba dispuesta a ahuyentar a los animales. Tan pronto salió los pájaros guardaron silencio, todos y cada uno clavaron la mirada en ella, la fueron rodeando. Instintivamente ella dio un paso atrás y otro, los animales estaban cada vez más cerca y se sentía incapaz de defenderse. Intentó entrar de nuevo a la casa pero la separaban pocos metros y decenas de miembros de la parvada. Podía sentir el peligro con cada palmo que avanzaban las aves, comenzó a correr pero hacia donde ella intentara dirigirse las aves bloqueaban el paso en todas las direcciones, menos hacia el bosque; vio sus opciones reducidas a morir destrozada por los picos y garras o morir en el bosque tratando de salvarse, decidió que lo intentaría. Corrió a toda velocidad por el golpe de adrenalina. Las aves quedaron en silencio un instante y ella pensó que se había alejado lo suficiente. «Renée», de los árboles lejanos llegaba un murmullo, «Renée» cientos de voces le llamaban. Avanzó y los ojos de los animales iban atentos a cada paso dado.La confusión hacía presa de ella, no quería creer lo que estaba pasando, «Renée» decían las aves saltando entre las ramas, causando la agitación de los árboles. Tropezó y al caer se percató de que estaba en un claro, en el que algo o alguien se había tomado la molestia de apilar rocas; al ponerse de pie, pudo observar que aquellos montículos en forma conjunta parecían formar un espiral, mismo que remataba al centro con una piedra como si de un huevo gigante se tratara. Miró con atención y descubrió que la piedra tenía grabados por todo alrededor, las aves se habían quedado en completo silencio mirándola con fijeza. De pronto algo le oscureció la vista y unas manos la sujetaron por el cuello de tal forma que perdió el conocimiento.
Para cuando despertó estaba atada sobre una pila de rocas al inicio de la espiral, las voces le llamaron nuevamente y pudo distinguir figuras mezcla de humano con ave a su alrededor. —No temas, Renée, el espíritu del bosque te ha elegido. Nosotros somos sus guardianes que durante incontables años han mantenido este rincón libre de la indeseable presencia humana y gracias a ti podremos continuar con nuestra labor. Ocasionalmente, el bosque permite que alguien se quede cerca por una breve temporada y al final le tomamos para que descanse como parte de él. Es momento de dejar atrás a ese cuerpo tuyo y volver a la naturaleza para ser parte de algo más grande. Haremos esto de la mejor forma posible para todos. Renée no podía reaccionar, aquel ser con cabeza de ave y plumas naciendo de sus brazos le estaba hablando, quería pensar que todo aquello era un mal sueño y de un momento a otro terminaría, pero sabía que no era así. Todo estaba pasando realmente y más rápido de lo que lo podía procesar. —No tengas miedo —dijo el hombre ave acercándose a ella—, te prometo que no te dolerá. El bosque será quien decida qué pasará contigo, algunos de nosotros un día estuvimos en tu lugar, confía en él. Algo en el tono de su voz la tranquilizó. —Renée, ¿Tienes miedo? —preguntó. —Tengo mucho miedo, ¿Qué pasará con mi familia? —Nosotros seremos tu familia ahora. Tus padres encontrarán consuelo en un tiempo, estarán bien. —¿Qué pasará si no quiero hacer esto? Quiero regresar, no me necesitan. —El bosque no se equivoca, Renée. Si te ha elegido tiene sus motivos y no te dejará ir. No se trata de tomar tu vida, eso pudimos hacerlo desde antes. Ahora escucha, te vamos a desatar, debes mantener la calma y sobre todo, no trates de huir —el énfasis en esa última instrucción tenía un tono de advertencia. —¿Qué pasará si me voy? —Ya no puedes abandonar la zona sagrada, nosotros no permitiremos que te vayas y si no es por voluntad propia igualmente tomaremos tu vida porque ese es el deseo del bosque. La diferencia será la forma. Te lo he dicho ya, puedes confiar en mí cuando te aseguro que no sufrirás siempre y cuando decidas cooperar. —¿Cómo sé que realmente puedo confiar en ti? —¿No habría sido más sencillo matarte desde el principio? —Supongo que pudieron hacerlo. —La elección es tuya, pero no tienes tanto tiempo —el hombre ave le acarició el rostro con un aire casi paternal— el ocaso marca la hora. —Lo voy a hacer —respondió Renée dejando ver su nerviosismo. —Sabía que tomarías la mejor decisión. Ahora te vamos a desatar, ten en mente en todo momento que tu vida ya le pertenece al bosque y que si intentas escapar lo vamos a impedir sin piedad alguna. —Tengo miedo, pero no voy a escapar. La desataron y ella cumplió su promesa. —Bebe esto —dijo el hombre ave— es hora de comenzar a prepararte. La bebida tenía un aspecto lechoso y desprendía un aroma dulzón, mientras la tomaba la gente ave se acercó a ella, la coronaron de flores y la desnudaron. Más allá del círculo podía escuchar a las aves haciendo algo que parecía una oración en un idioma desconocido. El monolito brillaba y ella se sentía ligeramente embriagada, el brillo parecía llamarle, la gente ave la guiaba con suavidad hacia la roca, hasta que estuvo tan cerca que pudo colocar la palma de su mano sobre ella. Un calor inexplicable recorrió su cuerpo en un instante, todo a su alrededor desapareció dejando que flotara en una oscuridad casi total, Sintió su cuerpo cambiar, encogerse, estirarse, expandirse cada vez más, sin que esto le causara ninguna clase de dolor. Su conciencia se fue apagando, la oscuridad creció y sintió su cuerpo dispersarse en todas las direcciones de forma inevitable. Por la mañana, el sol que se colaba entre las hojas la despertó. Miró alrededor suyo y notó que las aves la miraban, extendió las alas y voló, con tal naturalidad, que parecía que lo había hecho así toda su vida.

domingo, 19 de enero de 2020

Las últimas horas.

Cuando la encontraron estaba en el baño de su casa, dentro de la tina en posición fetal. Antes de morir había pasado los mejores días de su vida junto a su gran amor, un escultor con quien mantenía un romance en secreto debido a que él estaba casado con una mujer a la que —según le dijo en muchas ocasiones— ya no amaba, pero no podía dejar debido a la enfermedad que ésta llevaba tiempo padeciendo.


—Lo he pensado —declaró Rubén en el último viaje.
—¿Qué harás? —preguntó Miranda.
—Me voy a divorciar, hace tiempo mi corazón está contigo. 
—Sabes lo que eso significa, ¿No es así?
—Temo más la vida sin ti que perder el financiamiento de mis proyectos. No nos puede ir mal, este viaje ha sido pagado por completo con las ganancias de mis últimas obras. Sé que la gente me seguirá buscando. 
—Serás el malo de la historia, ella no ha mejorado. Si la dejas en un momento en el que su salud es tan frágil, serás juzgado duramente. 
—Lo sé, nada importa ya si no es a tu lado.


Era una noche cálida en algún paraje exótico, sería una viaje realmente memorable.
Faltaba un día más de tour por la salvaje amazonia, «tierras jamás exploradas» recalcaba su guía en cada oportunidad. Luego sería subir al avión y volver a casa, aunque la promesa esta vez era no volver a quedarse sola en aquel enorme departamento. Él estaría por fin a su lado, el tiempo de espera había parecido inacabable y ahora por fin empezaba a ver la luz al final del túnel. 
Al día siguiente antes de la salida del sol ya estaban en camino para acercarse a una de las aldeas donde habitaba un pueblo que permanecía aislado de la civilización. A pesar de los intentos por interactuar con ellos, era gente que no recibía de buen agrado a las visitas y tenía modos drásticos para ahuyentarlos; el guía había diseñado ya una ruta para observarlos a una distancia conveniente y así evitar sorpresas desagradables. Se apegaron al trayecto previamente establecido y desde cierta distancia y altura podían contemplar a aquellos salvajes haciendo su vida cotidiana.
Ignoraban que entre los altos árboles, varios pares de furiosos ojos les vigilaban. Una mano sacó del burdo zurrón una cerbatana, enseguida con sumo cuidado tomó algo más —apenas visible—, delgado como un cabello y frágil como cristal. Para aquel hombre, experiencia de caza hacía blancos fáciles aquellas indeseables visitas. Tomó aire y sostuvo con firmeza su arma, en su corazón elevó una plegaria a sus dioses, cerró los ojos y el diminuto proyectil —alguna clase de espina vegetal—, viajó veloz y certero, clavándose en el cuello de Miranda. Ella se quejó bajo, llevó la mano a la herida, rompiendo la fibra y dejandoi sólo la punta clavada de manera imperceptible en su piel.


—¿Estás bien? —le preguntó Rubén.
—Sí, creo que ha sido un mosquito, eso debió ser. 


El cielo, que momentos antes estuviera despejado, lucía cargado de nubes. Un trueno fue el primer aviso para retirarse del lugar. 


—Será mejor movernos de vuelta —indicó el guía—, estos terrenos son más fáciles de transitar cuando la tierra está seca. 
—Me parece bien, ha sido agotador el día de hoy —agregó Miranda.
—¿Seguro de que te encuentras bien? —le preguntó Rubén.
—Sólo es cansancio, fue una larga caminata.
—Vayamos a descansar entonces.. 


Llegaron al hotel cerca de las tres de la tarde, comieron algo ligero y ella tomó la siesta. Él la miraba descansar, se sentía culpable de llevar una doble vida, pero estaba dispuesto a poner todo en orden al regresar del viaje. Cuando despertó, él le acariciaba el cabello mientras sonreía.


—¿Qué tal te cayó la siesta?
—Mejor de lo que te imaginas —respondió ella y le tiró con suavidad de la camisa para besarlo.


A la mañana siguiente un avión los llevaría de regreso al país que llamaban hogar al otro lado del mar. 


—Sobre lo que hablamos —empezó a decir él.
—No digas nada, tampoco te sientas obligado conmigo —interrumpió ella posando el índice sobre los labios de él.
—No es eso, sólo necesito unos días para ponerlo todo en orden. 
—Entiendo, irás directo con ella, ¿Verdad?
—Será muy poco tiempo, antes de lo que imaginas estaremos juntos para no volver a separarnos —contestó él y le besó la frente.


Pero no sería así, la vida tenía otros planes. En la misma noche que llegaron el auto de Rubén fue embestido por un tráiler al volver a casa, quitándole la vida en el momento. Miranda se sentía destrozada, cuando por fin iba a tener la oportunidad de gritar a los cuatro vientos su amor, lo perdió trágicamente. 


Desde luego, no se presentó a los servicios funerarios, no tenía el valor y prefería conservar el recuerdo de sus últimos momentos juntos, además no se sentía bien. Luego del viaje sentía constantemente malestar estomacal y sólo había empeorado con la muerte de Rubén. El ánimo tampoco ayudaba, el segundo día había salido de la cama apenas lo indispensable. Tenía el estómago vacío y revuelto a la vez, el cuerpo entero le dolía y sentía que pasaba por fiebre de forma intermitente. Como pudo se paró y fue a la cocina, el refrigerador estaba casi vacío, salvo por un paquete de carne que había olvidado sacar antes de las vacaciones, pero a pesar de que lucía mal, lo guardó en el refrigerador. Preparó un té que bebió a medias y se devolvió a la cama. 


Comenzó a soñar con Rubén, era el día en que volvieron del viaje, ella intentaba convencerlo de que no fuera a casa con su mujer sino hasta el día siguiente. Él la abrazaba tratando de consolarla, le prometía que pronto estarían juntos.
Un dolor intenso la despertó, no podía decir qué parte del cuerpo le dolía con exactitud, de pronto eran los brazos o las piernas o una aguda punzada en el estómago, todo el cuerpo le dolía al mismo tiempo y por momentos cada extremidad se sentía como si trataran de separarla de su cuerpo.Tenía fiebre de nuevo. Se sentó a la mesa para terminar el té y éste tenía una fina capa de moho. No tenía sentido, hacía sólo un rato lo había preparado, notó que en la mesa había quedado marcada por el polvo la circunferencia de la taza. Se sentía confundida, pero al menos parecía que la fiebre había cedido. Pensaba que había dormido un par de días, pero no tenía la certeza de ello. El dolor en el cuerpo había disminuido también, Preparó una nueva taza de té, la bebió completa y decidió dormir un poco más, a pesar de la mejoría sentía debilidad general, seguro era el ayuno prolongado y por alguna razón no sentía hambre. Todo lo que soñó fue negrura, caminaba en un espacio infinito, en penumbras, llamaba a Rubén, pero nadie respondía; en el sueño se aparecían los rostros de las personas que ella amaba, familia lejana y sobre todo, Rubén, en una imagen con medio rostro descarnado, terrible. Nuevamente un dolor la despertó, esta vez más intenso; sentía sus huesos como si estuvieran en fuego, intentó gritar para pedir ayuda pues sentía que iba a enloquecer, en lugar de eso todo lo que escuchó fue un apagado sonido del aire al pasar por su garganta. El vacío en su estómago se volvió insoportable, no era hambre, pero la mataba esa sensación. En su desesperación tomó la carne en avanzado estado de descomposición del refrigerador, la comió ávidamente sin sentir saciedad -ni asco-, fue como si no se hubiera llevado nada a la boca. Y el cuerpo, no soportaba el cuerpo, era como estar en llamas sin poder hacer nada al respecto. Comenzó  a golpear la pared en repetidas ocasiones, alguien tendría que escucharla y así conseguiría ayuda. Cada golpe era como cientos de alfileres clavándose en su cuerpo, una y otra vez, las lágrimas salían, pero no su voz. El ardor era insoportable, necesitaba con desesperación ser escuchada. Con la razón nublada por el sufrimiento golpeó cada vez más fuerte, de pronto escuchó un crujido y pudo ver la sangre brotar de su muñeca; se había fracturado pero apenas lograba reconocer la sensación de su propio cuerpo, debajo del fuego invisible que se había apropiado de ella. Nadie la escuchaba o no le importaba a nadie saber si estaba bien, ningún vecino se había acercado a su puerta. Se metió en el cuarto de baño y con la poca fuerza que tenía entró en la tina esperando cubrir su cuerpo con agua helada para buscar algo de alivio, fue inútil cada intento, no tenía más fuerzas para continuar, la quemazón interna y el vacío insaciable se apoderaban de ella. Mordió su muñeca y probó su sangre, por un breve instante fue como si hubieran apagado por completo el malestar; luego de aquello el aguijonazo del hambre fue mucho peor, arañó su cara, se arrancó el cabello, necesitaba más, un chispazo repentino en la memoria le recordó el momento días atrás en que se mordió la lengua hasta desprender una parte de ella y se la tragó, justo antes de quedarse dormida. Ahora sabía que debió salir de su casa y buscar más «alimento», pero ya era demasiado tarde, la debilidad no le permitía siquiera volver a morder su propio brazo. 


Cuando la encontraron seguía en posición fetal dentro de la tina de baño, las ropas y parte de la piel también  habían sido roídas, sin embargo los medios aseguraban que era sorprendente el estado de conservación del cadáver luego de quince años. Esto emocionaba a Felicia, la forense a cargo del caso, quien ahora contemplaba a Miranda sobre la plancha de acero. Ciertamente estaba impresionada y muy emocionada por conocer lo que había pasado con aquella mujer. Fingió estrechar su mano y presentarse cuando notó la marcas en la muñeca, la excitación le hizo actuar sin precaución y una astilla del hueso roto perforó los guantes, apenas lo sintió. Un poco avergonzada por el descuido tomó unas notas y se marchó a casa.


—¿Qué tal tu día? —preguntó su esposo.
—Una locura, llevaron el cadáver momificado de una mujer. Me emociona saber qué la ha matado —contestó.


Por la madrugada, Felicia despertó con una sensación de tener el cuerpo ardiendo y un espantoso vacío en el estómago.