lunes, 11 de abril de 2016

El diablo

El demonio entró en la iglesia, sigiloso, miraba cuidadosamente cuando entre la gente la encontró. La pequeña rezaba con devoción a una figura del Sagrado Corazón. Él se acercó despacio, y le susurró al oído las más sucias y profanas ideas. La niña escuchaba, con el pulso acelerado, conteniendo la respiración, corrió a esconderse.

El sacerdote encontró halló a la niña en el confesionario, desnuda de la cintura para abajo y usando una vela para masturbarse. A pesar de mostrarse horrorizado la reacción de su cuerpo decia lo contrario.

-No te vayas -dijo la niña en un suspiro y lo atrajo hacia sí.

El espacio era  reducido pero aun así él pudo contemplar cera escurriendo entre las piernas de la chica. Él intento alejarse pero muy dentro de sí deseaba lo contrario, dejó que la jugosa y casi infantil boca tocara sus añejos labios. Se abandonó al placer de la carne, dejando que las inexpertas manos lo guiaran por una tiernísima piel, tan cálida y suave: la amaba, la odiaba, quería besarla con pasión, quería morderla, desgarrarla y después pedirle perdón. Arranco sus ropas y las de ella. Dejó que su instinto tomara el control, sintió como la niña tomaba su miembro entre las manos y de un modo casi violento tomó la cara de la chica para obligarla a chuparlo, ella lo hizo con avidez. La levantó de las axilas y finalmente la penetró, ella gemía dulcemente, a él no le importaba si alguien podía escucharlos, aunque el párroco estaba casi seguro de que estaban solos la simple idea de que alguien los viera lo excitaba mucho más.

Sara, una mujer mayor y muy devota, escuchó un ruido extraño y lentamente se acercó al confesionario, por la puerta entreabierta alcanzó a distinguir al sacerdote y a una joven fornicando. Se sintió indignada, furiosa.

El ritmo del vaivén aumentó.

-¡Mátalos!- le dijo la voz a Sarita

La chica reaccionó, como si despertara en medio de una pesadilla.

-¡Basta, déjame!- Imploró.

El hombre aumentó la intensidad.

-¡Suéltame, por favor!- Seguía llorando ella.

Tapó la boca de la joven y, en un instante, dejó fluir años de abstinencia fuera de sí sintiendo placer infinito condensado en un segundo.

Sara enmudeció, no podía creer lo que pasaba.

-¡Mátalos de una buena vez!- Le ordenó la extraña voz.

Dio vuelta y golpeó con el bastón la base de un cirio, provocando que éste cayera en dirección al confesionario. Las cortinas ardieron rápidamente, el fuego se extendió con voracidad. El sacerdote y la chica morirían, Sara estaba satisfecha.

Los periódicos locales glorificaron al religioso, al pensarse que con su cuerpo había intentado proteger a la niña y que había sido una desgracia que murieran calcinados, él tan bueno, ella tan inocente.

Solo Sara supo la verdad pero a nadie la contó, ni siquiera cuando días después comenzó a tener sueños horribles de amantes calcinados que la invitaban a formar un trío.


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