domingo, 17 de febrero de 2019

El puerco

—¿A poco los puercos sienten? —preguntó ella con sarcasmo mientras en el piso un bulto encobijado se retorcía —, amarren al infeliz —ordenó.

En menos de dos minutos tuvo frente a su feroz mirada a un hombre atado a una silla.

—Nos la vamos a pasar muy bien, papacito. ¿Te acuerdas de mí, hijo de la chingada? —el primer golpe recibido venía de la amargura de esa voz. El hombre había bajado la cabeza para desviar la mirada, Ella lo tomó por los cabellos y repitió la pregunta.
—¿Te acuerdas de mí, animal? —tiró fuerte del mechón para dirigir la mirada del hombre hacia ella
Los ojos del hombre se abrieron como platos cuando la memoria lo devolvió de golpe al momento en que vio por última vez a esa mujer: una noche de marzo un par de años atrás.

***
—¿A dónde tan solita? —había preguntado él a la mujer que caminaba por la calle oscura de uno de los barrios marginales de la Gustavo A. Madero.

A «La loba» la tenían bien ubicada, de narcomenudista fue escalando, hasta controlar una buena zona, nadie la tocaba pues a fuerza de sangre había logrado hacerse del respeto de otros traficantes. Tenía a sus servicio principalmente a mujeres y jóvenes ansiosos de salir del barrio, ya fuera en un auto de lujo o en una carroza fúnebre; todos sabían el riesgo y estaban dispuestos a pagar el precio. La loba tenía labia, además de un físico impresionante: alta, su cuerpo trabajado en el gimnasio no era para atraer sino una advertencia en movimiento, sin embargo conservaba mucha feminidad resultando en una mezcla exótica.

—¿A dónde, mi reina? —volvió a preguntar el azul.
—A donde no te importa, cabrón.
—Yo que tú, respetaba el uniforme de quien me habla.
—¿Respeto? ¡Pff! Tú menos que nadie lo mereces. ¿Qué me dices del día que le decomisaste los dulces a Teresita?
—Invasión de la vía pública.
—No seas cabrón, Todos sabemos que le diste baje con su mercancía, te la chingaste en nombre de una ley en la que tampoco crees porque no la sabes cumplir.
La cara del puerco se puso roja de coraje, paró la patrulla y bajó junto con su compañero.
—Conste, pareja, que se encontró a la señorita en ejercicio de la prostitución en plena vía pública y se resistió a ser remitida ante el juez cívico.
—Así es, parejita —respondió el otro poli que hasta ese momento había permanecido en silencio.  
—¿Qué dices, pendejo?
—¡A mí nadie me pendejea, pendeja! —dijo el primer policía golpeando con la cacha la cara de la mujer quien cayó aturdida y con el pómulo reventado.

Rápidamente la esposaron y la subieron a la patrulla, pero nunca llegaron ante la autoridad. Conocían bien las zonas más aisladas, donde nadie los vería actuar con impunidad.
—Quién iba a decir que una hembra como La loba estuviera tan sabrosa —dijo él subiéndose los pantalones.
—¿La vamos a dejar aquí?
—¡No, cabrón! La vamos a dejar hasta la puerta de su casa,  para darle las gracias a su jefecita de haberla hecho tan aguantadora. ¡No seas pendejo!

Su compañero bajó la mirada.

—Te vamos a dejar ir con una advertencia: esto no pasó, Considéralo tu pago por derecho de piso si quieres seguir vendiendo chingaderas por aquí.

Ese día no sólo la cara de La loba había quedado marcada de por vida. Su alma tenía una herida que ni con la más cruel de las venganzas sanaría.

—Esto no se va a quedar así. ¿Me oyeron, putos? —gritaba ella mientras la patrulla se alejaba.

***

Ahora el puerco temblaba mirando la cicatriz del pómulo y la furia en los ojos de la mujer que estaba frente a él.

—Qué bueno que sí te acuerdas de mí, te estuve buscando por algún tiempo. Tu amigo tuvo un horrible accidente —hizo énfasis en esa palabra y unas comillas en el aire con las manos— tan borrachito andaba que se durmió en las vías del tren y ¿Qué crees? —acercó su boca al oído del policía—: se lo cargó la chingada, como te va a pasar a ti, hijo de perra. Pero no vas a tener tanta suerte, vas a sufrir un chingo, de eso me encargo. No me preocupa que encuentren tu cuerpo hecho pedazos, a más de uno nos estuviste chingando, pero sobre todo sabes que el sistema es una porquería. En una de esas te quedas como desaparecido por siempre. Todavía no lo decido.

Los últimos dos años habían vuelto a La loba una una mujer más fuerte aún. Se rumoraba lo cruel que era con la gente que le era desleal, lo despiadada que era con sus rivales, lo estricta con los que estaban a su servicio. A nadie perdonaba, pero sabía recompensar.
Se decía también que ella dejaba ir a su gente una vez que deseaban dejar atrás esa vida; que les ayudaba a irse lejos, donde estuvieran a salvo de ese ambiente y con eso se ganaba la lealtad del pueblo que veía en la droga la oportunidad de salir adelante.

Se paseó frente a él, sabiendo que dentro del cuartucho en el que estaban ella era quien dictaba las leyes.

—Extiendan bien sus manos y ajusten la mordaza, no quiero escuchar los chillidos de este.

Las fuertes ataduras mantenían las manos del policía extendidas, estaban ligeramente amoratadas por la presión de las cuerdas.

—¿Te acuerdas qué pasó la última vez que nos vimos, verdad? —por respuesta sólo obtenía un sonido ahogado por la mordaza y una mirada suplicante —, yo sí me acuerdo y me voy a encargar de que lo pagues con creces, cabrón.

Los ojos del puerco se llenaron de lágrimas. La loba le iba clavando con gran deleite alfileres bajo las uñas.

—¿Te duele? —preguntó y rozó sus labios sobre la mejilla del hombre—, vieras que lo estoy disfrutando tanto.

Tomó el alfiler clavado en el pulgar izquierdo y comenzó a moverlo de de un lado a otro separando la uña de la carne, tomando tiempo entre uno y otro dedo. pronto había levantado las diez uñas sin llegar a arrancarlas, en el suelo la sangre empezaba a formar pequeños charcos.

—Aquella vez yo no disfruté más de lo que tú lo estás haciendo ahora, pero ni siquiera deberías llorar, deberías estar agradecido de que nadie te está metiendo la verga, de que nadie te sofoca con el peso de su cuerpo y su aliento apestoso, de que las uñas te van a volver a crecer si sales vivo de esta —dijo arrancando de un tirón la primera de ellas.

Ese mismo día repitió la tortura en los pies y lo dejó. Había esperado mucho y tomaría todo el tiempo que le viniera en gana para cobrar su venganza.

Una cubetada de agua hirviendo fue la bienvenida al segundo día de su infierno.

—Dijo La loba que te diéramos un baño —soltó entre risitas burlonas uno de los ayudantes de la traficante —, ¿Tienes hambre, cabrón? Espero que no, porque de papear no dijo nada y si la patrona no dice, no se hace. Mira el lado bueno: vas a bajar esta panzota —dijo palmeando el voluminoso estómago del hombre.

La puerta se abrió y La loba entró.

—¡Qué bonito! Ya estás haciendo amigos. Te vamos a extrañar cuando nos dejes. Veamos, con qué podemos jugar hoy.

De la mesa seleccionó un teaser, lo hizo funcionar y llevó el chasquido eléctrico hasta la oreja del policía.

—¿Sabes qué es curioso? Que no sé tu nombre. Aunque no ha hecho falta, no puedo olvidar tu cara, maldito cerdo. No sabes cuántas veces me desperté llorando luego de soñar contigo. No sabes lo mucho que te odié luego de lo que me hiciste y lo mucho que deseaba este momento.

Accionó el inmovilizador en la nuca del hombre y éste quedó inconsciente. Hizo un gesto de aprobación con la cabeza y un par de personas se acercaron al policía.

El cuerpo dolorido lo despertó. Sintió que ya no estaba atado a la silla, sino que se encontraba en una cama, intentó tallarse los ojos. Una venda ensangrentada cubría el muñón en el que ahora remataban sus extremidades, manos y pies habían sido removidos mientras él estuvo inconsciente. La mordaza ahogó el sonido que pudo haber sido un desgarrador llanto.

—Creí que te perdíamos en la anestesia, pero ya veo que no. Bienvenido —dijo con una sonrisa casi grosera—, ya no vas a estar amarrado. La cama es más apropiada para alguien enfermito como tú. No te preocupes, te vamos a cuidar bien para que puedas recuperarte de la cirugía. La verdad no me gustaría que te mueras de una infección, quiero ser yo quien te mate.

El tono en la voz de la mujer iba de una ternura fingida al odio más puro.

—Tendrás que disculpar la falta de analgésicos. Cortar tus asquerosas manos fue idea de último momento. No te van a hacer falta, además no soportaba verlas.

Por dos días nadie se acercó a él, sólo La loba entraba al cuarto en el que lo tenía recluido para burlarse de su dolor y golpearlo con algún objeto al azar.  Tal y como le había anticipado nadie le iba a suministrar nada para el malestar. Apenas si dormía.

—Hoy, sí vas a comer. Yo misma hice algo especial para ti, hijo de la chingada y más vale que te muestres agradecido —dijo y le quitó la mordaza.
—¡Maldita zorra! Te vas a ir al infierno —recibió un golpe en la cabeza.
—Me voy a ir al infierno, no sin antes encargarme de que esto lo sea para ti —dijo sujetando su mentón y clavando con fuerza las uñas—, ya van a traer la comida y más te vale tragarte todo.

Un muchacho pálido y delgado entró con una cacerola y evitando mirar el contenido la dejó en la mesa cercana. Una oleada de asco y horror lo invadió al hombre al mirar la carne hinchada y cocida de su mano amputada, sobresalir en el trasto que recién habían llevado.

—Eres una pinche loca —recibió una bofetada.
—¡No me digas! Tú no eres nadie para juzgar, cabrón. Abre la pinche boca y trágatelo todo, no me canses la paciencia, porque aunque sea con embudo, pero me encargo de que te termines.

Era su primer alimento en días, se sentía tan asqueado como hambriento y llorando comía aquel caldo hecho con sus propios miembros. La loba inmutable, tomó la mano cocinada y comenzó a retirar la carne del hueso, desmenuzó una parte de la palma y la mezcló con el grotesco caldo. Tomó una parte con la cuchara y la acercó a la boca del policía.

—Ahora la carnita, verás qué bien te sienta y pronto te sentirás mejor.

Introdujo de golpe el alimento y con ambas manos evitó que el hombre escupiera, sus ojos se desorbitaban en un gesto de total desagrado. Masticó un par de veces y tragó a punto de ahogarse por la desesperación y la repulsión.

—Qué buenito eres, perro. Ya casi terminas tu comida, ¿Estuvo bueno?

La voluntad del hombre estaba quebrada por completo, lloraba desesperado, ansioso de que aquello por fin terminara. De pronto, afuera, se escucharon disparos.

—¡Loba! Es la policía —advirtió el muchacho enclenque desde el umbral de la puerta.
—¡Puta madre! ¿Y qué chingados esperas para hacer algo?
—Los mataron a todos —dijo el chico antes de caer y dejar ver una herida en el estómago.
—Considera esto mi regalo de despedida, culero —dijo ella y le besó la frente. Tomó un arma que estaba sobre la mesa y salió.

La loba fue abatida de inmediato, más tarde se sabría que el arma que portaba al momento ni siquiera estaba cargada. Aunque la versión oficial declaraba que ella y todos los ocupantes de la casa estaban fuertemente armados y habían disparado primero.

El policía Víctor Cuéllar había sido una víctima más de La loba a quien, por fortuna, lograron rescatar con vida.

Él habría preferido mil veces morir ese mismo día.

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